Enrique ArenzAl agente secreto Ojata 3 le ordenaron suspender sus vacaciones y volver urgentemente a Buenos Aires. Fastidiado, dejó a su familia en la costa atlántica y se presentó puntualmente en la oficina de contrainteligencia cuyo jefe había sido jubilado días atrás pero que seguía dando órdenes desde el exterior como si nada hubiera cambiado.Luego de recibir las instrucciones el agente se constituyó en el edificio de Puerto Madero donde vivía el fiscal general.Se trataba de un trabajo sencillo, tal vez indigno de un profesional como él. ¿Por qué no se lo dieron a otro?, se preguntaba molesto. No le costó mucho sortear la custodia y llegar hasta el ascensor luego de neutralizar las cámaras de seguridad con alguna tecnología provista por la CIA o el Mosad. Tenía la información de los códigos de seguridad del ascensor y del acceso al departamento del piso 13. ¿Cuántas veces había estado su jefe en ese mismo departamento?Ingresó con suficiente tiempo (llevaba puestos sus guantes de látex), buscó la pistola calibre 22 que el fiscal general había recibido de un amigo el día anterior y cuando la encontró se dirigió con ella al baño. Se instaló dentro de la bañera, oculto tras la cortina de la ducha y se dispuso a esperar.Pasó más de una hora hasta que escuchó que abrían una puerta. Oyó caminar al fiscal por el dormitorio. Ruido de apertura y cierre de algunos cajones. El fiscal se quitó la ropa, se puso una remera y entró en el baño.En el momento en que la víctima se miró en el espejo, Ojata apartó la cortina y con la velocidad y precisión de un profesional puso la pistola a centímetros de la sien derecha del fiscal y sin darle tiempo a la menor reacción oprimió el gatillo.La muerte fue rápida aunque dolorosa, porque un proyectil calibre 22 no produce orificio de salida y rebota varias veces dentro de la cavidad craneana licuando a su paso la masa encefálica. Ojata 3 esperó que estuviera muerto, luego dejó caer la pistola al piso. Con tranquilidad, porque no había ningún apuro, tomó el dedo índice derecho del muerto, lo dobló y lo ató con una cinta de seda muy suave (para evitar marcas delatoras), con el objeto de que el dedo quedara contraído como si hubiera efectuado el disparo. No se preocupó por las pruebas de dermotest que los peritos le practicarían al cadáver porque un arma de bajo calibre suele a dar resultados negativos.En media hora retiró la cinta y el dedo quedó flexionado. Arrastró el cuerpo hasta proximidades de la puerta, salió del baño muy ajustadamente evitando pisar la sangre. Desde afuera alzó levemente el cuerpo delgado usando un solo brazo, lo puso de espaldas sobre la hoja y lo dejó caer de manera que ésta quedara trabada desde adentro.Ojata 3 salió del departamento y del edificio con la misma facilidad con la que había ingresado. Comunicó la novedad a sus superiores. No hizo preguntas, para nada lo inquietó el móvil de la operación que acababa de ejecutar. Esas cosas no se averiguan, un profesional simplemente hace su trabajo limpiamente, sin dejar rastros. Regresó a la ciudad donde estaban veraneando su esposa y sus hijos.Lo demás es historia conocida.¿Cómo conozco estos hechos?Soy narrador, no me cuesta mucho imaginar lo que ocurrió la trágica madrugada del domingo 18 de enero de 2015 en la torre Le Parc, día en que un gobierno tambaleó y un pueblo entero se horrorizó. Sin embargo les aseguro que si yo quisiera escribir una novela de espionaje donde alguien ordenara asesinar a una personalidad importante para vengarse de una jefa de Estado que quizás lo traicionó después de haberlo usado miserablemente durante años, y que, consumado el magnicidio, las autoridades dijeran al unísono, paralizadas por el temor y el desconcierto: «fue un suicidio», me daría vergüenza hacerlo con detalles tan previsibles y triviales. Previsibles no sólo para cualquier lector inteligente, previsibles hasta para el más imbécil de los mortales.(Esto es una ficción creada por el autor. Cualquier semejanza con la realidad es mera impertinencia).Informador Público – Argentina