Desguazando a Shakespeare


Wálter I. Vargas*int-56691Desde hace un tiempo estoy cometiendo lo que seguramente para muchos es un crimen de lesa literatura: estoy desguazando por partes la famosa edición de Aguilar de las obras completas de William Shakespeare.De sus 2.209 páginas de papel biblia he separado cuidadosamente las 120 iniciales del sesudo estudio previo, a cargo del traductor de esta versión, Luis Astrana Marín, para que pasen a formar parte de un pequeño volumen, por medio de un colado con «diurex” o «scotch” (¿se escribe así?).Luego la emprendí, con idéntico afán de curador de libros, con la parte lírica, que está al final del libraco, incluidos los maravillosos, ultrafamosos y misteriosos sonetos. Y estos últimos días he dado continuidad a la tarea con las obras dramáticas primerizas. Y no pienso parar.Mi plan es convertir este valioso adobe impreso en varios libros delgados que me permitan leer con más comodidad (id est., en mi cama), al «vate de Stratford on Avon”, como corresponde a un verdadero lector desocupado. Todo porque las obras completas, y en general los libros obesos, me producen rechazo, debido a que leerlos se convierte en una lucha en la que los brazos salen invariablemente perdidosos.Excurso sobre la mencionada introducción. Astrana Marín la inicia así: «Doy en la lengua más hermosa del mundo la obra entera del autor dramático más grande de todo el universo”. Semejante grandilocuencia sólo ha podido envalentonarme en mi labor destructora. Yo no quiero ese Shakespeare galáctico, y no quiero a ese su traductor, que además, lectura tras lectura, me está pareciendo demasiado españolísimo como para soportarlo.Dicho lo cual, vuelvo a lo culpable que me he sentido por hacer lo que estoy haciendo. Es que una connotada escritora nacional, alarmada, me ha hecho sentir así, al mostrarle yo los primeros frutos del desguace. De manera que quiero agregar un par de atenuantes para explicar mi comportamiento.En primer lugar, yo recibí el libro de segunda mano: lo compré hace ya más de una década en el DF mexicano a uno de esos artesanos restauradores que obran maravillas con los libros viejos, para revenderlos a buenos precios. Se veía impecable y hermoso como para lucirlo en mi casa. Y como entonces, además, era un orgulloso ignorante de la obra de Shakespeare, vi la compra como una oportunidad de dar mis primeros pasos en ese verdadero planeta verbal.Pero una vez en La Paz, el lindo volumen pronto demostró ser un frágil embeleco. El lomo comenzó a desprenderse apenas hice las primeras lecturas, y un polvillo bermejo ensuciaba mis sábanas, anunciando que a la larga el libro se desharía. Así que, si de algo soy culpable, es sólo de ser colaboracionista del tiempo, el destructor (c.f. Eliot).Por otro lado, puede que lo que hago tenga algo que ver con la dolencia de desacumulación que padezco desde hace unos años. Sí, yo tampoco sabía que, así como mucha gente padece la nueva enfermedad de la acumulación, otros, como yo, caen en las garras del afán patológico de ver desaparecer las cosas.Por lo pronto me argumento a mí mismo que estoy apuntando a limpiar mis estantes de abundante papel impreso que he ido acumulando con los años, y quedarme sólo con lo que imprudente y veleidosamente suele llamarse la «biblioteca esencial” de cada individuo.Álvaro Mutis dice, en un textito que ilustra una antología de Proust, que al cabo de una larga vida de tráfago libresco se quedaría con cuatro o cinco autores. Quería citar textualmente al colombiano, pero descubrí sorprendido que el libro ya no está más en mi casa. Nada raro que en un acceso de desacumulación lo haya regalado, a manera de procurarme el placer de verlo desaparecer.Finalmente, no quiero que se me malentienda. Si bien yo he decaído, mi amor por los libros no. Pero ahora me siento mejor con los pequeños, que esconden con modestia su riqueza, antes que con las obras completas. Y además, veo en mi síndrome algo del radical exeunt rimbaudiano que me cautivó de chico. Decir algo genuino y bien hecho, y callar para siempre, parece ser una buena manera de curar el amor-odio que despierta la literatura, como parece que le pasó a Rimbaud.*Ensayista y crítico literarioPágina Siete – La Paz