Jimmy Ortiz SaucedoNo me cansaré de reivindicar la democracia. La conquista política más grande de la historia humana lo merece. Cuando ella alcance la madurez, nuestros pueblos serán libres y felices. Una de las virtudes que tiene es ser un instrumento efectivo de la lucha contra la corrupción pública. Parece una falsedad decir esto, a la luz de las ‘democracias’ corruptas que soportamos en el continente, pero no lo es. Lógicamente me refiero a la democracia verdadera, no a las ‘democracias bananeras’ que la poca cultura democrática de nuestros pueblos toleran. Me refiero a la democracia que aprobaron por unanimidad los políticos del continente, en la XIX asamblea de la OAE en Lima, Perú (11/11/01), la democracia de la Carta Democrática Interamericana (CDI).Es la democracia que respeta derechos humanos y las libertades fundamentales, donde los gobernantes se sujetan al Estado de derecho y se celebran elecciones periódicas, libres, justas. La democracia del régimen plural de partidos y organizaciones políticas, y la separación e independencia de los poderes públicos (art. 3, CDI). Esta es la única democracia, el saldo son cuentos chinos, como la definida en el art. 35 de la Declaración de Santa Cruz, del G-77 + China. Me indigna que esta declaración lleve el nombre de mi tierra. La CDI expresa en su art. 4: “Son componentes fundamentales del ejercicio de la democracia la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa”.Los art. 3 y 4 de la CDI son un antídoto contra pillajes célebres como el de Petrobras, la ‘familia K’ o el Fondo Indígena. Estos dos artículos hacen que democracias más avanzadas minimicen la corrupción. En suma, las ‘democracias’ que concentran el poder en una sola mano son el caldo de cultivo ideal para la corrupción y la impunidad. La transparencia, la probidad de la clase política, la independencia de poderes, la libertad de prensa y de expresión, intrínseca a la democracia, son sus enemigos mortales.El Deber – Santa Cruz