Jan Martínez Ahrens
El Gil, el sicario detenido / PGR
Gildardo López Astudillo, alias El Gil, se mueve a gusto en las tinieblas. Durante prácticamente un año, el hombre que supuestamente condujo a la muerte a los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ha logrado zafarse de las fuerzas de seguridad. Astuto, escurridizo y letal, El Gil ha caído finalmente en manos de la Policía Federal. Las circunstancias de su detención aún permanecen en la oscuridad, pero pocos dudan de que con su captura el Gobierno se ha apuntado un tanto, en un momento de extrema debilidad. Sus declaraciones pueden arrojar luz sobre uno de los episodios más oscuros y debatidos de la historia reciente de México.
Las investigaciones oficiales sitúan a El Gil en el centro de la matanza de Iguala. Como jefe de sicarios, estuvo al tanto de los ataques de la Policía Municipal contra los normalistas el 26 de septiembre de 2014 y, una vez detenidos, fue quien se puso en contacto con el líder del cartel, Sidronio Casarrubias Salgado, para pedir instrucciones. Esa comunicación, según la versión policial, fue la que prendió la llama de la barbarie.
En diferentes mensajes, El Gil identificó a los normalistas como integrantes de Los Rojos, el cártel rival. Su irrupción en Iguala, bajo este luz, suponía un ataque en toda regla al más importante bastión de Guerreros Unidos. Una escalada insólita en un conflicto que duraba años y que tuvo una de sus primeros destellos el 14 de diciembre de 2012, cuando un hombre con bata blanca entró en una unidad de cuidados intensivos del DF, sacó una pistola con silenciador y mató de un tiro en el tórax al paciente Crisóforo Rogelio Maldonado, más conocido como El Bocinas, y jefe supremo de Los Rojos.
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En esa larga y cruenta guerra entre bandas, Iguala (110.000 habitantes) representó siempre una de las plazas más codiciadas. Guerrero es el mayor productor de opio de América, y la ciudad ocupa un lugar estratégico. Su control otorga el dominio zonal de la producción, las rutas y, aun más importante, de la maquinaria policial y política que permite al narco vivir en la impunidad. A ese objetivo se había dedicado con ahínco Guerreros Unidos, hasta el punto de que, tras años de plomo y plata, había logrado situar en la alcaldía a un matrimonio acólito.
Al recibir el mensaje de su lugarteniente, siempre según la versión de la Procuraduría, el líder de Guerreros Unidos dio orden de acabar con los invasores “en defensa del territorio”. El Gil cumplió con creces. La Policía Municipal, un apéndice del narco, entregó los 43 normalistas a los sicarios. Fue su fin. La reconstrucción oficial señala que el cártel les condujo hasta un basurero de Cocula, donde en una enloquecida secuencia les dio muerte y prendió una inmensa pira para acabar con sus cuerpos. Para no dejar rastros, arrojaron sus restos al río San Juan. “Los hicimos polvo y los echamos al agua, nunca los van a encontrar”, escribió El Gil a su jefe.
Fuente: elpais.com