José Ramón Cossío DíazEn El fin del Homo Sovieticus (Acantilado, 2015), Svetlana Aleksiévich cuenta cómo se constituyó y disolvió ese particular ser histórico. Siguiendo su conocido y laborioso método de entrevistas, da vida a personas que contribuyeron a la Gran victoria, amaron u odiaron a Stalin o a Gorbachov, combatieron y sufrieron en diversas guerras, fueron presos políticos o se enriquecieron a la caída de la URSS. La suma de intervenciones da sentido a dilatados momentos históricos o tal vez a un único y complejo periodo. De las narraciones particulares, de las iteraciones, sentimientos, recuerdos y memorias no se extrae una linealidad, algo así como un nacimiento, auge y caída de ese régimen político.Lo que aparece confusa y opacamente es la simultaneidad de momentos y emociones. Los de quienes amaron al comunismo y lo anhelan en su disolución, los de quienes lo abominaron pero no tenían modo de expresarlo, los de quienes lo valoraron o rechazaron una vez desaparecido.El entendimiento del comunismo soviético como una forma natural de vida para quienes vivieron ordinariamente en él es una de las constantes que se advierte en el libro; la existencia de un todo en el que se había nacido, habría de vivirse y morir; un mundo dado, construido desde el heroísmo, la revolución y el nacionalismo; un mundo finalmente mítico, donde el sometimiento a la previsibilidad cotidiana estaba justificado. La disolución de la URSS histórica, modelo político, económico y social, terminó por destruir a la URSS mítica.El mundo dejó de ser natural, se mostró como una construcción específica y surgieron las crisis; las desesperanzas de quienes anhelaban una vida significada, donde se era alguien y el vivir tenía sentido; los rechazos de quienes supusieron que solo esa vida era posible y no admitían otra. Como la misma Aleksiévich lo presenta en El hechizo de la muerte, hubo quienes se suicidaron al no poder concebir un mundo sin socialismo soviético, mientras que otros lo sobrevivieron y otros más lo vivieron plenamente.Al terminar la lectura de los relatos tuve una sensación confirmada por mis notas. ¿Por qué motivo los entrevistados no hablaron del derecho? ¿Por qué no aludieron a las constituciones, los códigos penales o civiles, los procesos judiciales o, en general, a lo que el derecho significó en sus vidas? ¿Por qué nadie habló del derecho surgido con el desmoronamiento del viejo sistema? Si algo tan intrusivo como la vida soviética se realizó mediante estrictas formas jurídicas, su impacto cotidiano debió ser recordado. ¿Por qué no fue así?Los propios relatos pudieran dar la respuesta. Si a la URSS se le tenía como un ser heroico, vencedor, predestinado, moral, generoso e incorporador, ¿cómo someter a un ente dotado de tan grandes atributos a reglas que no fueran entendidas sino como modos particulares y cambiantes de su propio decidir? ¿Cómo no entender que el derecho era la mera manifestación formalizada de una voluntad total y nunca el modo autoimpuesto de ordenación y limitación del propio actuar?Lo que se observaba y tenía por cierto era el orden actuante mismo. Una totalidad que se expresaba de todas las maneras posibles para hacerse omnipresente, en la que leyes y decisiones eran meros instrumentos de ese actuar. La sentencia, la orden, el código no agraviaban, pues el daño no provenía de ellos, sino de todo Estado, de todo régimen o de todo “hombre” que lo expresaba y permitía particularizarlo a agentes concretos e intrascendentes. El sovietismo era total y el resto social estaba absorbido en él.Sin la profundidad alcanzada en la URSS, en otros tiempos y lugares han existido otros homines. El priista, el franquista, el peronista y casos semejantes. Personas que han adquirido su sentido de vida en un régimen pretendidamente totalizante. En tales condiciones, el derecho sería entendido como mera ejecución de esos todos, pero no como reglas de ordenación aceptadas por su valor de convivencia.La Razón – La Paz