El gurú del liberalismo

berlinIsaiah Berlin. La publicación de sus artículos entre 1950 y 1952 lo exhiben como el gran pensador del siglo XX de los valores, la historia y la libertad en relación con el orden.Luis Alberto RomeroSir Isaiah Berlin (1909-1997) es una personalidad intelectual tan eminente como difícil de clasificar. Enseñó teoría política en Oxford, se dedicó a la historia de las ideas, a la filosofía y a muchas otras cosas, con un pie en el campo académico riguroso y otro en el debate intelectual, donde sobresalió como polemista agudo, incitante e irritante.La parte más creativa de la vida de este judío de origen letón transcurrió en la Gran Bretaña de la posguerra y la Guerra Fría, donde participó militantemente en la polémica entre el totalitarismo, en sus distintas formas, y la tradición liberal, que él contribuyó a revivir. Si hubiera vivido en Francia, habría sido un “intelectual comprometido”.Las ideas políticas en la era romántica reúne sus primeros trabajos, escritos entre 1950 y 1952, referidos a los grandes problemas que desarrolló en Cuatro ensayos sobre la libertad y Las raíces históricas del romanticismo. Su núcleo son las ideas de la Ilustración y del romanticismo y su larga historia de conflicto y diálogo desde mediados del siglo XVIII hasta fines del XIX. En su opinión, ellas han definido el marco de problemas y conceptos de la política del siglo XX, como libertad, igualdad, democracia, representación, Estado, nación o autoridad.Parte de la Ilustración, un conjunto tan compacto como complejo, con tensiones y debates entre sus versiones francesas, más racionalistas, y las liberales, como la de Kant. Todas juntas conformaron una concepción del mundo y un sentido común, pero, apenas impuesto, fue revolucionado por la irrupción del romanticismo, que aportó una imagen más compleja del individuo, sujeto de pasiones y de voliciones y volcado a la acción creadora. En estos textos tempranos, Berlin clarifica laboriosamente su pensamiento, rondando y desmenuzando a cada pensador, para concluir finalmente una imagen muy personal de cada uno, que académicos posteriores más rigurosos, como John Pocock y Quentin Skinner, han considerado excesivamente imaginativa. Así ocurre con J. J. Rousseau. Luego de explorar sus diversas y contradictorias vetas, que van del radical racionalismo individualista al subjetivismo comunitarista, Berlin lo declara indefinible e indefendible. Análisis igualmente profundos dedica a G. Vico, I. Kant, J. Herder, G. F. Hegel y F. Schiller, iniciando la recorrida por el pensamiento alemán del siglo XIX que completará en Las raíces del romanticismo.Sus tres preocupaciones centrales se refieren a los valores, la historia y la libertad en relación con el orden. La cuestión de la objetividad y la subjetividad de los valores aparece recurrentemente. Luego de examinar las teorías clásicas, que por diferentes caminos afirman su existencia objetiva y limitan la tarea humana a su descubrimiento, se topa, maravillado, con la idea romántica del hombre creador de valores y capaz de sostenerlos con pasión.Por ese camino Berlin llega a la historia y al historicismo. En Vico y Herder, y en su larga saga de románticos, confirma la idea de la capacidad del hombre para crear e idear, la singularidad irreductible de esas creaciones, la necesidad de comprenderlas en su contexto y la limitación de las clasificaciones académicas, los “lechos de Procusto” donde muere la vida histórica.El punto crítico del pensamiento liberal ha sido tradicionalmente la articulación de la irrenunciable libertad individual y la necesidad de sacrificios parciales para construir el orden social. Berlin se identifica con las soluciones de Hobbes, Locke o Hume, fundadas en algún tipo de transacción práctica, pero subraya la originalidad de la síntesis de Rousseau. Este hace confluir la libertad individual y el orden político en el concepto de “voluntad general”, amplio y vigoroso, que ha fundamentado las ideas políticas del siglo XX, algunas veces para bien y muchas otras para mal.Al reconstruir el pensamiento de los siglos XVIII y XIX Berlin asume el imperativo relativista de los historiadores, que exigen estudiarlo en su contexto epocal, pero lo combina con la exigencia del ciudadano que busca en el pasado respuestas a las acuciantes preguntas del presente. En esta tensión –insoluble en sus términos extremos– viven los historiadores que a la vez son ciudadanos. Cada uno encuentra un compromiso o un atajo. El de Berlin consiste en mostrar cuánto de vivo hay en esta corriente de ideas que, con sus discusiones, sus acuerdos y sus mezclas, constituye el sustrato vivo y activo del siglo XX: un subsuelo que es casi un humus.De todos modos, la contradicción no lo desvela. Berlin no fue un historiador en el sentido escolástico actual, ni un constructor de sistemas filosóficos. Fue un pensador desafiante, un inconformista, casi un provocador, que convivió en Inglaterra dialogando con otros notables exiliados, como E. Hobsbawm, K. Popper o I. Deutscher.De ese debate surgió el aporte de Berlin a un liberalismo renovado y competitivo, atento a las demandas del siglo XX. Lo caracterizan su defensa del pluralismo ético y cultural –que deriva del subjetivismo ético romántico– y su interés por las pasiones humanas, frente a las cuales expuso el freno de un elegante escepticismo, desconfiado de cualquier utopía. Por todo eso fue una suerte de gurú del liberalismo del siglo XX y, sobre todo, un brillante pensador.Clarín / Revista Eñe 

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