Dos saltos generacionales y JFK todavía es visto, 100 años después de su nacimiento, como uno de los líderes que muchos querrían para comandar su país
A día de hoy, la generación millennial (1984-2000) tiene pocos líderes políticos mundiales que admirar. No es que sea ese un escaparate con multitud de grandes figuras históricas recientes, pues al fin y al cabo la predominancia estadounidense en cuestión geopolítica se lleva extendiendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, pero es especialmente destacable la facilidad con la que se han desmitificado prácticamente todos los rostros que en algún momento tuvieron visos de pasar a la historia como héroes políticos de la Humanidad.
Los libros de historia ya han hecho su trabajo delineando las fallas de hombres como Gandhi, Franklin D. Rossevelt o Winston Churchill, pero hay un líder que todavía a día de hoy prevalece como sinónimo de idealismo. No sólo político, sino también social y cultural. Desde su asesinato en 1963, John F. Kennedy (Brookline, Massachusetts; 29 de mayo de 1917) está establecido en el imaginario colectivo como el protagonista de un capítulo histórico siempre atado a la nostalgia de un tiempo mejor.
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Desde el punto de vista millennial, al menos de aquellos que no han dedicado horas al estudio de la historia política mundial —y en concreto a los menos de 1.000 días en los que Kennedy lideró Estados Unidos—, Kennedy es más un icono de la cultura pop que una figura política. Su recuerdo, o el recuerdo que los que le vivieron han inculcado en otras generaciones, parte de retrovisores con capas de polvo y películas de música grandilocuente. No hay conceptos políticos marcados a su legado, pero sí una mitología que a día de hoy peligra con difuminar todavía más la verdadera respuesta al ¿qué consiguió realmente John Fitzgerald Kennedy?
Como parte de esa construcción mitológica, los millennials han heredado referencias a Camelot, teorías conspiranoicas propias de un hilo de Reddit y una multitud de imágenes ya eternas: la película de Zapruder que capturaba los instantes de la muerte de Kennedy, el vestido rosa manchado de sangre de Jacqueline Kennedy, el vídeo en el que Jack Ruby asesinaba a Lee Harvey Oswald o el saludo militar de John F. Kennedy Jr. al ataúd de su padre son instantes recogidos en fotogramas. Algunos se recuerdan mejor en movimiento, mientras que otros tienen mayor consonancia en el negativo. Pero son imágenes que no embisten emocionalmente a los que generacionalmente están tan apartados del momento histórico en el que se tomaron.
Icono baby boomer
Para los baby boomers, la generación que llegó al mundo cuando las grandes guerras ya quedaban atrás, el asesinato de Kennedy puso fin a un periodo de previsto progreso en el que sólo los primeros toma y daca de la Guerra Fría —y el terror nuclear que vino con ellos— empañaban lo que parecía venir por delante. Porque ante todo, la presidencia de Kennedy era una de potencial. Su mandato no cambió demasiado el país, tampoco el mapamundi, pero la impresión era que sí iba camino de hacerlo. Las encuestas de aprobación revelaban el aprecio que le tenían sus ciudadanos y las victorias parciales del partido demócrata en las elecciones de medio mandato convalidaron esa confianza.Pero los millennials apenas han rascado nada de esas sensaciones o sentimientos de su vida y muerte salvo por los restos de un carisma acribillado a tiros. Las atroces consecuencias de los líderes que sucedieron a Kennedy, guerra de Vietnam y lucha por los derechos civiles mediante, resuenan en muchas de las películas que a día de hoy se consideran estandartes del New Hollywood, pero no en los largometrajes más recientes al imaginario millennial y que han intentado enmarcar los puntos de inflexión políticos que protagonizó Kennedy o la conspiranoia que desencadenó su asesinato.Trece días (2000), de Roger Donaldson, es un drama político sobre la crisis de los misiles de Cuba que hace de la diplomacia un vibrante ejercicio de suspense, aunque el retrato de Kennedy queda relegado a un segundo plano y sólo su insistencia en evitar el conflicto como hombre de paz se hace patente. Y JFK (1991), de Oliver Stone, sienta en piedra lo que el crítico Roger Ebert definía no como una película en búsqueda de la verdad sobre el asesinato de Kennedy, “sino de la frustración y la cólera” por una muerte que merecía un simbolismo acorde a lo que con él dejó de ser: tiempos mejores. Pero la de Stone era de nuevo una película cuya tesis se escapaba a los espectadores que por entonces empezaban a caminar el mundo.
otro instante definitorio: el 11-s
Quizá donde la generación millennial mejor sepa cuadrar la relevancia de Kennedy, o la trascendencia de su mito, es en el momento histórico que ha definido las últimas dos décadas. Un instante también capturado por las cámaras y repetido hasta la saciedad en los medios de comunicación de masas: el 11-S.La película United 93 (2003), de Paul Greengrass, transmitía impotencia y emoción visceral a través de unos pasajeros que querían retomar el control de vuelo 93 de United Airlines que los espectadores sabían que acabaría estrellado. La conexión emocional que se establecía con esa película no iba sólo acorde a los logros cinematográficos de Greengrass, que son muchos, sino también a lo que el filme representaba como parte de un entramado más desolador: el que asesinó a otras miles de personas en Nueva York y Washington; y a su vez de otro trascendental: como primera ficha del dominó que después traería las desastrosas guerras de Afganistán e Irak y cuyas consecuencias todavía reverberan a día de hoy en lugares como Niza, París o Manchester.En la actualidad, los héroes de aquella fatídica mañana de septiembre son recordados con honores en casi todos los rincones del globo. Cualquier persona nacida en esa horquilla que representan los millennial, al menos aquellos que por entonces ya podían armar unas pocas palabras, sabrá decir dónde estaba o qué sintió durante los ataques a las Torres Gemelas de la misma forma que un baby boomer haría lo mismo con el asesinato de Kennedy.Son ambos instantes tatuados en el hipocampo de generaciones muy diferentes y que se rescatan como lo hace un aroma o el estribillo de una melodía. Marcan además firmes murallas entre etapas de frutos y periodos de sequía. Los dos cuentan con contextos históricos completamente dispares y sus protagonistas son igual de imperfectos que la primera vez, pero hay en el paso del tiempo, y en el concepto del y si, un poder mitificador enorme que juega en favor de Kennedy.
La fuerza mitológica del y si
En el documental Virtual JFK (2008), Koji Masutani revive las decisiones de política exterior más importantes de la presidencia de Kennedy para decidir si su supervivencia habría cambiado el curso del mundo. Su conclusión es irrelevante, pero lo que sí valida es la idea de que incluso hoy hay esperanza depositada en el qué hubiera hecho Kennedy. Nunca se sabrá si Vietnam habría visto perder tantas vidas de estar él vivo, pero es una causalidad a la que líderes como George W. Bush no pueden permitirse acudir. Sus legados están rotos por las decisiones que sí tuvieron que tomar.
Con la vida que se cobró Oswald el 22 de noviembre de 1963, el mito de Kennedy para los millennials es que su figura política quedará como el héroe que siempre habríamos necesitado en los momentos críticos, le conozcamos bien o no. Porque quizá sólo le hayamos visto en la portada de una revista de moda o de pasada en Forrest Gump, pero la simple idea de que fuera un hombre de paz sin demasiadas fisuras ya le hacen más válido que el resto de cabezas de estado que pueblan este planeta. Ahora y, probablemente, para siempre.
Fuente: revistavanityfair.es