Hace dos años se me metió en la cabeza –donde tienden a juntarse todo tipo de fantasmales atisbos de sabiduría— la idea de que ducharse con agua fría me traería algún beneficio. Solo unos cuantos minutos al día de incomodidad húmeda eran, según leí, buenos para la piel o las emociones o el metabolismo o algo así. Así que valientemente giré por completo la llave hacia el lado poco conocido del agua fría, di un gran respiro y me metí. ¡Ay, Dios! Todo mi cuerpo se frunció. Di un grito ahogado. Le di la vuelta a la llave hacia el otro lado y di mi investigación por terminada.
Sin embargo, hace uno o dos meses, gracias a un problema con las tuberías de mi departamento, me vi forzado a reabrir el caso. No sé si durante estos años maduré o si la necesidad de la situación me llevó a la aceptación, pero después de esa ducha, me convencí. Ya llevo dos meses duchándome con agua fría, y no he notado ningún cambio en mi piel ni en mi estado de ánimo ni en mi metabolismo. Sin embargo, sí he notado un gran cambio, aunque quizá accidental, en mi disposición hacia el mundo exterior.
Casi en todo momento del día, me acompaña un par de niños malhumorados y melodramáticos en el asiento trasero de mi mente. Estos niños, Gusto y Disgusto, ejercen un grado estresante de control sobre casi todo lo que hago. Paso frente a la tienda de helados camino a casa proveniente de una cena donde comí tanto que llegué al punto de soltarme el cinturón, y Gusto salta y comienza a describir una bola de menta con chispas de chocolate con tal detalle que resulta inquietante. La voz de Gusto es tan insistente, los placeres que evoca son tan vívidos, que ahí estoy, a los pocos minutos de haber declarado que mi nuevo régimen alimenticio ya había comenzado, escogiendo entre un cono tipo waffle o uno normal.
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Disgusto es igual de increíble. Cada mañana, al empezar mi día laboral, mi computadora me da la bienvenida con el montón de basura usual: el correo electrónico, Twitter, actualizaciones sobre la situación del país, notificaciones sobre los zapatos que acabo de ordenar. Y en el momento en que me dispongo a abrir la fría y oscura loza que es mi programa de procesamiento de textos, Disgusto se hace escuchar, chillando y quejándose, aullando y amenazando con todo tipo de daños autoinfligidos si nos forzamos a realizar un solo minuto de trabajo real. Así que abro otro artículo sobre cuáles son las camisetas negras más favorecedoras para hombre.
Esto —repetido uno o dos millones de veces con ligeras variaciones— es mi vida bajo el despiadado régimen de Gusto y Disgusto. Están siempre atentos, son incansables y, en muchos casos, se oponen por completo a mi bienestar. Y, como descubrí recientemente, no hay nada como una ducha fría para develar su carácter esencialmente fraudulento. Dado que las duchas suceden todos los días, y porque básicamente no tienen ninguna importancia, son el foro perfecto para arrastrar a estos pequeños tiranos de las preferencias hacia la luz y forzarlos a confesar que lo que han hecho todo este tiempo ha sido engañarme. Justo en el momento previo a poner un pie en el chorro helado, Disgusto comienza invariablemente a gritar: ¡De ninguna manera! ¿Puedes imaginar la sensación que vas a sentir en nuestra espalda? ¿En nuestro pecho? ¡¿En nuestros genitales, por Dios?!
Y si logras reunir la fuerza para contestar: “Gracias, qué interesante”, y después dar el paso al agua de todos modos, descubrirás algo. El agua fría, por supuesto, golpeará tu espalda, tu pecho y tus genitales, y no es agradable. Sin embargo, si lo puedes soportar por algunos segundos, aflojas los músculos y relajas tu mueca, entonces te darás cuenta, mientras comienzas a enjabonarte, de que Disgusto se ha dormido. Esos ruegos urgentes, esas advertencias desesperadas, resulta que solo eran berridos pasajeros. Permanecer de pie bajo el chorro de agua fría pasa, en menos de un minuto, de ser una emergencia absoluta a ser una nimiedad.
Una vez que te das cuenta claramente de este hecho —que Gusto y Disgusto son unos farsantes volubles—, el mundo entero comienza a mostrar sus posibilidades. ¿Cuántos proyectos que has querido comenzar, idiomas que has querido aprender, conversaciones que te habría gustado mantener están cercadas por insondables barreras de aversión? ¿Cuántas horas de procrastinación, cuántos años de llamadas telefónicas sin devolver has dejado pasar por evadir unos pocos momentos de incomodidad? ¿Cuántas donas asesinas de dietas, aventuras que acaban con matrimonios, crímenes que destruyen carreras han sucedido simplemente porque alguien cayó ante los encantos de Gusto? La ducha fría —con sus escasos materiales y su breve planeación— está siempre lista como modelo para vencer los obstáculos.
Veo cuán fácilmente el llamado para vencer a Gusto y Disgusto podría transformarse en estoicismo y en la afirmación de que deberías sentir lo mismo si te dan una bofetada que si te besan la mejilla. Sin embargo, la terapia con duchas frías no me ha convertido en un robot. En lugar de eso, me ha liberado de la prisión de las preferencias irracionales. No es necesario que Gusto y Disgusto, aquellos farsantes adorables, se bajen del vehículo, sino simplemente que no lo conduzcan.
“No sientas gusto ni disgusto; entonces, todo estará claro”. Así dijo un maestro chino zen en el siglo VIII (cuando, supongo, las duchas calientes eran escasas y esporádicas). Me topé con esta frase hace algunos años, y me pareció algo medio confuso y sin sentido. Ahora, después de unas cuantas decenas de duchas frías como parte de mi educación zen, me parece la cúspide de la sabiduría, un credo a seguir de por vida. Muy a mi pesar, me encanta.
POR BEN DOLNICKFuente: nytimes.com