La asombrosa doble vida y el poder de un bárbaro que arrasó media Europa y en su palacio fue un refinado monarca


Rey de los hunos, estuvo a punto de someter a Roma, el imperio más poderoso del mundo durante cinco siglos

 



La siguiente historia empezó hace 1622 años y se cerró 58 años después, al morir su protagonista.
Ese hombre se llamó Atila.
En los crucigramas es una pregunta de rigor. ¿Rey de los hunos? Y una respuesta correcta, de cinco letras y de memoria: Atila.
Pero ese crucigrama es mucho más largo y enigmático.
Hablemos, pues, de Atila, su vida, su mundo, su poder, su reino, su final…

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Nació en Panonia en el año 395 de nuestra era.
Panonia fue una antigua provincia romana. Se estableció como tal en el año 103, e incluyó partes de las actuales Hungría, Eslovenia, Serbia, Croacia y Bosnia-Herzegovina.

Jordanes, historiador del imperio romano de Oriente, definió así a Atila y a sus casi 20 años de poder absoluto: «La locura de un solo hombre provocó con su ataque la destrucción de infinitos pueblos, y su capricho de arrogante rey de su pueblo, los hunos, destruyó en un instante aquello que la Naturaleza tardó tantos siglos en crear«.

Un lamento profundo y de pocas líneas referido a la invasión de Italia por Atila y los hunos en el año 451: un impiadoso huracán de saqueo y muerte que le confirió a Atila su terrible título: «El azote de Dios».

El látigo de la ira del Creador…

Ya en sus propios días, los hunos y su amo fueron definidos como «una raza salvaje, voluble –es decir, impredecible–, desleal, apasionada por el oro, y de extrema crueldad, que come raíces y carne cruda, se viste con pieles de ratón salvaje o de cabra, carece de viviendas y de dioses, duerme y hace el amor en sus carretas, y sus hombres son muy buenos guerreros «.

¿Cómo eran sus caras, sus cuerpos? Según Sidonio Apolinario, obispo y funcionario romano, hace notar «el alargamiento de su cabeza y la estrechez de sus ojos, acostumbrados a abarcar grandes espacios… Para que sus orificios nasales no sobresalgan de los pómulos, desde niños les envuelven su nariz (cuando aun es tierna) con un vendaje, para que no crezca y se adapte al casco protector: hasta ese punto el amor materno los deforma para guerrear… En los hombres, el resto del cuerpo es hermoso: pecho amplio, fuertes hombros, vientre compacto… Y nadie los vence como jinetes. Apenas un niño se tiene en pie sin ayuda de su madre, ya se le sube a un caballo… Es posible que los miembros del caballo se adapten a los del hombre: tan unidos son cabalgadura y jinete… Otros pueblos se dejan llevar a lomo de caballo, pero los hunos viven en ese lomo… Llevan sobre el corazón los arcos y los dardos… Su mano es temible y certera: creen firmemente que sus proyectiles cargan muerte, y su furia está habituada a hacer el mal por medio de un golpe infalible».

Se supone –la imprecisión es inevitable en hechos tan remotos–, que Atila se puso al frente de su pueblo después de asesinar a su hermano Bleda. Nada nuevo bajo el sol en casi todo tiempo y casi todo lugar… Sin embargo, su corte, cerca del río Tisza, el mayor de los afluentes del Danubio –corre por Ucrania, Rumania, Eslovaquia, Hungría y Serbia–, desmentía el despectivo juicio de los romanos, que la describían como un lugar caótico y misérrimo. Según el historiador y político Prisco de Panio, funcionario de Roma que fue como embajador a esa corte, «el asentamiento huno tiene fuertes murallas, bellos edificios de madera, y un palacio con suelos cubiertos de alfombras«.

 

Pero Prisco de Panio no es su único relator que desequilibra la balanza a favor de un Atila más civilizado que salvaje. Otros testimonios y documentos lo describen como un monarca que, en su palacio, se rodeaba de su harén: hombres y mujeres que hablaban distintas lenguas, sus intérpretes, y otros fieles cortesanos «vestidos con ricos ropajes, que en los generosos banquetes comían en vajilla de oro, contrastando con el modesto vestuario y los utensilios de madera del amo, un hombre afable y con gran sentido de hospitalidad».

Pero, ¿cómo creer que ese hombre, al que Jordanes describe como bajo, ancho de pecho, gran cabeza, ojos minúsculos, poca barba, pelo erizado y piel oscura, es el azote de Dios? El salvaje que al frente de un gran ejército cruzó Aquicum (hoy Budapest) y arrasó ciudades como Maguncia, Tréveris, Worms, Colonia, Reims, Metz…, sin presentir que esa conquista era el principio del fin.

Ese fue el Atila del aterrador mote: «el látigo de la ira de Dios». El azote del Señor. La misma fiera de quien Procopio de Cesarea, el historiador bizantino, dijo que fue «un buen gobernante, con gran confianza en sí mismo, aumentada al descubrir la Espada de Marte, venerada desde siempre por los reyes de los escitas (pueblo iranio del siglo VIII antes de Cristo, nómade, pastor de ganado y criador de caballos), y convertida en símbolo de su poder».

Atila, que entró en la historia como un paradigma de la barbarie, era mucho más que ese terremoto de guerreros y caballos lanzados en tropel sobre el botín. Era también un buen político, y como tal, se puso al servicio del Imperio Romano de Oriente para reprimir, entre otras bandas, a los bagaudas, ejército de salteadores sin disciplina compuesto por esclavos y bandoleros… pero también víctimas de los romanos, los francos y los visigodos. Más de un historiador los señala como los primeros revolucionarios de la historia.

En términos de sólido bizantino (la moneda en curso en el imperio), Atila y sus hunos defendieron a los emperadores como mercenarios a sueldo. Y algunos, los más aguerridos –la élite– eran guardias personales del general Flavio Aecio (396–454), el gran defensor del imperio, durante dos décadas, frente a la invasión de los bárbaros.

No por nada Atila fue nombrado general honorífico de la Galia.

Pero su apoyo a Roma fue creciendo en precio: exigía altos pagos en oro para mantener la paz en las fronteras, hasta que las arcas quedaron secas. Como venganza, arengó a godos y vándalos para que jaquearan a Roma, y esa decisión lo enfrentó con el general Aecio: un gran paso… en falso.
En el año 450, el emperador de Oriente Teodosio II, junto con Edeco, embajador de los hunos en Constantinopla, urdió un complot para asesinarlo. Falló. Pero el sucesor de Teodosio, el general Flavio Marciano, decretó la definitiva cesación de pagos a favor de Atila y su tropa…, incluida una pesada y larga deuda.

Burlado, Atila se lanzó a la gran invasión contra el imperio que antes había defendido. Como un ciclón, arrasó ciudades y pueblos, pero en Orleans, contra todo pronóstico, fue rechazado por mercenarios alanos, y entre junio y julio del año 451, en los campos cataláunicos –hoy Troyes, Francia– se enfrentó contra las fuerzas de Aecio, los visigodos de Teodorico, los alamanes del Rin, y posiblemente, según Jordanes, contra una decena de mercenarios de pueblos celtas y germanos. Una coalición que parecía invencible aun para Atila y sus también mercenarios gépidos, skiros, rugios, hérulos y ostrogodos. Sin embargo, el rey visigodo murió «junto con otros trescientos mil hombres»: dato del historiador y obispo hispanorromano Idacio… absolutamente increíble: todas las fuerzas en conflicto no llegaban a esa cifra.

Atila y Aecio sobrevivieron. Aecio se declaró vencedor, pero Atila, con la mitad de su tropa, se lanzó como una aplanadora contra Padua, Aquileya y Verona. Pero antes de que llegara a Roma, el Papa León I, cerca de Mantua, lo disuadió… a cambio de una opulenta suma.

Además, la peste cerró su garra sobre los guerreros hunos, y Atila –gran supersticioso y consultor de augures– temió que si acometía a Roma moriría como Alarico I, el rey de los visigodos, al saquear la capital del imperio en el año 410.

Pero no vivió mucho más. Dos años después de aquella gran batalla, se casó con la germana Ildico, y en su palacio, la noche de la boda, lo mató una extraña e incontenible hemorragia nasal.

Según Prisco, «mientras dormía se le reventaron los vasos, y se ahogó con su propia sangre«. Es posible que en la fiesta haya comido y bebido sin freno. Pero los romanos vieron en esa muerte un castigo por todas las vidas que segó en sus invasiones.

Lo sucedió su hijo Elac. Pero las luchas entre sus hermanos Csaba, Dengizich, Ernakh, Erp y Eitil acabaron por aniquilar ese imperio bárbaro nacido veinte años antes. Inmenso: desde Europa central hasta el Mar Negro, y desde el río Danubio hasta los Balcanes, además de sitiar Constantinopla y –casi– tomar Roma, su colosal poder y su leyenda.

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Fuente: infobae.com


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