Pedro Téllez-Girón y Velasco.
«Matamos a cada paso, no sólo en guerras, disturbios y ejecuciones. Matamos cuando cerramos los ojos ante la pobreza, el sufrimiento y la vergüenza».
-Hermann Hesse
En la historia de España, hay puntos ciegos gigantescos, tan gigantescos, que más bien parecen agujeros negros fagocitando nuestra frágil y escurridiza memoria, que a base de no pensar lo mínimamente exigible, se vuelve tan vaga o resiliente a la posible búsqueda de la verdad que acaba derivando en una especie de cerebro de sapo al que hasta se le olvida hacer lo único que sabe, croar.
Cuando los conformistas tienden a deslegitimar a los que se quejan, por mucha razón que estos tengan, ocurre que la mediocridad se asienta en los aposentos de la ignorancia como un monarca en su trono, esto es, con absoluta naturalidad y según desde qué perspectivas, hasta por derecho propio (aunque este sea un perfecto imbécil) según dicte la marea de la ignorancia, que en definitiva, es lo que llamamos el pensamiento común; mal endémico este, en un país necesitado de reformas serias y no de chapuzas y tiritas aplicadas por los salvadores de la patria cuyo destino vacacional preferido es Panamá, Suiza o las Caimán. Es así que, como siempre, los que son acreedores de la meritocracia acaban cruzando la frontera ante la insoportable presión de los necios.
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Más se perdió en Flandes
Un 18 de enero de 1575, en una España efervescente y con una inercia imparable en su conquista del mundo, nacía en Osuna un pequeño gran hombre de una estatura recortada -medía 161 cm-, pero, como más tarde demostraría la historia, de habilidades e ingenio sobrado. Tras hacer unas cuantas “pirulas” en el predio patrio (perseguir a lozanas criaturas y dejar algunas embarazadas, broncas de espada toledana en tugurios cutres, huidas apresuradas de los alguaciles, etc.), apareció en Flandes no se sabe cómo ni por qué para repartir estopa, que era lo que se llevaba en aquella agitada época.
Era inusual que un aristócrata se dedicara a la espada, pero gracias a ello acabó finalmente por ser nombrado virrey de Sicilia
Era excepcional que un aristócrata de su rango bajara a la arena a meterse en harina, pues como siempre, aquellos remilgados de gola tenían un pretexto para defender a la patria en diferido. No era frecuente que una casa nobiliaria enviara al frente a un primogénito de tan alta proyección en otros menesteres. El Duque de Osuna no se diferenciaba de los demás soldados en sus cotidianas tareas ni servicios obligados por las exigencias de la profesión; al revés, de su hacienda particular saldrían miles de ducados para paliar gastos no enfrentados por la hacienda pública, casi siempre, en quiebra. Era un padre ejemplar para aquella tropa tan necesitada de mandos efectivos, y a su vez, era correspondido por esta con una entrega inusual.
Acumulados unos méritos reflejados en la adjudicación del Toisón de Oro tras bregar por Flandes y trajinar con la espada sin parar, acabó finalmente por ser nombrado virrey de Sicilia en el momento en que el Rey Felipe III gobernaba el imperio allá por febrero de 1610. En ese tiempo el reino de Sicilia se encontraba postrado económicamente además de soportar intensamente los ataques de los piratas de Berbería, una plaga que asolaba el Mediterráneo occidental sin ser enfrentada convenientemente.
Todo es provisional, llega la realidad
La gestión de Osuna fue tan eficaz e inmediata que en el plazo de dos años restituiría la solvencia y fiabilidad de la hacienda pública siciliana ajustando los impuestos en función de las capacidades objetivas y posibles de los súbditos del rey; huelga decir que aquel milagro resucitaría la economía local y el buen hacer del Duque atraparía las miradas del rey y algunos competentes administradores. Pero no todo serian parabienes.
Sicilia era un cruce sin semáforos donde campaba el bandidaje más puro cobrando impuestos alternativos, cosa que acabaría ipso facto con la entrada de ordenanzas muy severas que pronto amilanaron a los salteadores.Cuenta la leyenda que para reinsertar pícaros y maleantes, el Duque de Osuna convocaría un concurso de saltos de altura con jugosos premios con la resultante de convertirse en un éxito de asistencia. Mutilados, invidentes, y toda la ralea de picaros de aquel sórdido orbe siciliano que vivían del cuento y la sopa boba se apuntarían sin reparos con el claro ánimo de acceder al premio. Todos fueron a parar a galeras en un abrir y cerrar de ojos.
Su gestión fue eficaz, en el plazo de dos años restituyó la solvencia y fiabilidad de la hacienda pública sicilianaLos manejos del sevillano eran de traca. Era un artista en su apogeo. La flota siciliana se autofinanciaba con los botines obtenidos de los ataques a los corsarios de Berbería. Los beneficios se multiplicaban sin parar y la armada crecía exponencialmente. Estaban el quinto al Rey y el inevitable quinto a la Hacienda Real, luego los soldados cobraban puntualmente cantidades generosas que otra clase de tropa ni podía imaginar, y luego quedaba la parte del Duque de Osuna, claro. Esta jugosa parte se reinvertía en galeras de última generación y esquifes y goletas artilladas que causaban pavor a aquellos que habían vivido una vida muelle a costa de la esclavitud y la venta de vírgenes. En una ocasión, sus bajeles llegarían a Túnez en plena noche y arrasarían literalmente la flota del Bey local que a la sazón estaba de faenas horizontales. La sorpresa fue mayúscula.
Dicen asimismo los marinos de academia que fue el Duque de Osuna (otros el capitán de fragata Pedro de Leyva en la enésima guerra contra Gran Bretaña en 1779) el inventor de la técnica del “insecto palo” o camaleón, especímenes ambos que hacen uso de una cándida e inofensiva apariencia para practicar el arte de la caza. El tema en cuestión no era otro que disfrazarse de buque mercante y cuando el enemigo –en este caso los turcos o los berberiscos–, estaban a tiro, dejarlo “aviao” con una certera carga de artillería. Sus éxitos, abrumadores por otra parte, le llevarían a la complicada urbe napolitana, lugar sin ley donde se dirimían a diario docenas de duelos por las más banales situaciones.
Osuna, hacia el año del Señor de 1616, sería designado Virrey de Nápoles, Su primer reto sería fortalecer el ejército y poco más tarde, la marina. Trajo a pilotos cántabros y vascos y a carpinteros de ribera de Pasajes y Santoña para construir los más marineros galeones y galeras que se hubieran diseñado hasta entonces. Alrededor de 18.000 soldados mal pagados poblaban las calles napolitanas en un incesante ir y venir sin sentido alguno. El reciclaje que hizo Osuna de aquella tropa fue milagroso.
Fue designado Virrey de Nápoles, su primer reto sería fortalecer el ejército y poco más tarde la marina, y cumplió con creces
Poco más de cuarenta galeras y galeones de última generación comenzaron a repartir de eso que dan los domingos en misa con un empujoncito de vino dulce. Rápidamente, el control del Adriático se hizo patente y los turcos comenzaron a resentirse ante aquella poderosa fuerza Pero el Gran Duque de Osuna tenía un problema serio. Era un hombre muy rico e incorruptible. Como no se podía acabar con él por las buenas, las envidias tan españolas –aquellas que perpetúan el triste Síndrome de Procusto a lo largo de nuestra convulsa historia–, lo intentarían descalificándolo a base de calumnias, una táctica muy local también.
Uno de los episodios más oscuros ocurrido en el siglo XVII le fue atribuido al Duque con el argumento por el que se le acusaba de intento de anexión a través de un golpe de mano la república italiana de Venecia integrándola al Imperio español. El caso es que en el ajo estaba metido su amigo del alma desde la escuela, el gran perillán y lumbrera de la literatura nacional y mundial, Don Francisco de Quevedo, que se escaparía por los pelos ante la subsiguiente conjura implementada por el Dux que acabaría con una escabechina antológica en los malolientes canales de la ciudad veneciana.
Le acusaron de pretender independizar Nápoles y Sicilia de la Monarquía española
La pérdida de poder por parte del Duque de Lerma fue un aldabonazo en su ascenso sideral al Olimpo de las divinidades guerreras. El nuevo orden no dejaría títere con cabeza y todas las autoridades que habían orbitado en el intramuros del anterior reinado caerían como un castillo de naipes. La España eterna, la España actual. Enemigos acérrimos tenía el Duque. Su autoridad competente y eficaz, eficiente y reconocida por sus resultados, no permitió a muchos medradores de oficio actuar como lo habían hecho hasta su advenimiento. Por ello, le acusaron de pretender independizar Nápoles y Sicilia de la Monarquía española.
Llamado a capítulo para resolver aquella infame calumnia, en esperando a ser recibido por Felipe III, el monarca fallecería. Este increíble gestor y hombre de armas seria arteramente encarcelado por los recién llegados, que obviamente querían hacerse con su trozo de pastel. El nuevo régimen a cuyo mando fue puesto Baltasar de Zúñiga con el apoyo de su sobrino el conde de Olivares –probablemente la mente pensante de aquel fratricidio–, condenaría a una lóbrega mazmorra a quien lo dio todo por España. Pesimamente alimentado (por no decir deliberadamente), tras cuatro años sin ver la luz, el sevillano pasaría a mejor vida sin pisar los onerosos tribunales.
Una historia digna de la España más trapera
Amigos de la infancia Osuna y su fiel secretario Quevedo, eran una pareja de armas tomar. Ambos se admiraban mutuamente y desde la gobernanza del virreinato de Nápoles, se habían hecho inseparables. El Duque le había encomendado la difícil misión de alterar a los refinados venecianos para provocarlos y tener una coartada para intervenir y quedarse con el lucrativo negocio que estos ostentaban en el Mare Nostrum.
Un rifirrafe en la siempre explosiva zona transalpina entre dos linajes que pugnaban en una guerra de sucesión de carácter menor enfrentaría a la España de Felipe III con la Republica de Venecia. Los Gonzaga eran una de las partes y estaban prohijados por el mayor imperio conocido hasta entonces. No hay que olvidar que España era todavía propietaria de media Italia y de medio mundo.
Fuente: elconfidencial.com