De pandemias y mujeres sanadoras

 

De pequeño, ante un raspón o un golpe, bastaba el beso en la frente y la mano de mi madre sobre la herida para calmar el dolor y, de adolescente, frente a la desventura y el desamor un abrazo en su regazo era más que suficiente para sanar las penas del alma y del corazón. De mayor, abrazar a una madre y escuchar su voz era y es un reconfortante tan grande que suele exceder cualquier explicación racional y científico.



Y, en tiempos de pandemia, la historia, a menudo, ha olvidado el poder sanatorio de las mujeres y sus medicinas naturales y experiencias compartidas de madre a hija y de hija a nieta. Es el paso de remedios familiares que calman dolores de estómago, de cabeza, de torceduras y, también, y por qué no, de heridas del alma.

Las mujeres apotecarias fueron muy importantes en la historia de la medicina y su rol fue olvidado y hasta desdeñado por muchos. Solo se destacan aquellos logros de los hombres y la medicina por muchos siglos fue monopolio de los varones. Una injusticia que fue derribada por la primera gran científica Marie Curie – dos veces Premio Nobel -, por la primera mujer en Colombia en estudiar medicina, Paulina Beregoff, que en 1930 obtuvo la cátedra de Bacteriología en la Universidad de Cartagena, en una época en la que ni siquiera en Argentina, España o Portugal tenían en sus claustros una mujer.

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Era común que el rol de la mujer en la medicina estuviera relegado al de enfermera, partera o farmacéutica. Su acceso a las grandes facultades estaba cerrado. Por lo general, no eran bien miradas y fueron víctimas de una evidente presión psicológica. Pese a todo, las primeras mujeres que se graduaron de médicas demostraron la energía y la decisión decisivas para abrir un camino a muchas generaciones de extraordinarias médicas y científicas.

La historiadora Sharon T. Strocchia considera vital redefinir aquello que se conoce como trabajo médico. La académica denomina “trabajo del cuerpo”, a los cuidados y actividades sanitarias que, tradicionalmente, se encargaron las mujeres en el hogar y a lo largo de toda la historiad e la humanidad. Su argumento es que el conocimiento no está solo en los libros y laboratorios, sino también en las experiencias cotidianas de aquellas abuelas, madres, hermanas e hijas.

En su extraordinario libro “Sanadoras olvidadas” (Yale, 2020), publicado en plena crisis sanitaria, reflexiona sobre la importancia de las distintas mujeres en el desarrollo de la medicina moderna. Desde las cuidadoras del príncipe hasta las voluntarias de los hospitales para incurables, pasando por las amas de casa o las monjas farmacéuticas.

La escritora revela verdaderas capacidades de las mujeres como sanadoras, las cuales se contextualizan en la cultura de la experimentación de la medicina natural y que se pasó oralmente de generación en generación en los hogares, familias, vecinas y comunidades de mujeres.

Vasta fue la medicina y sus tácticas y sus remedios de la tierra y la naturaleza y sus pócimas en un tiempo en que las crisis sanitarias eran la norma. Fue la mujer la primera en exponerse a las pestes a tiempo de curar o, por último, calmar los humores de los enfermos con una serie de medicinas naturales.

Las mujeres debían acostumbrarse al hedor y la fetidez de las execraciones y eran las primeras en pasar esa primera prueba a la que se enfrentaban siendo cuidadoras en los hogares y hospitales donde abundaban las plagas. La actual pandemia ha demostrado la importancia del trabajo de aquel ejército de enfermeras, médicas y científicas, con su vasto conocimiento profesional, pero también con un bagaje cultural y herencias familiares mayúsculos en el cuidado de los pacientes.

En el Renacimiento, las monjas boticarias eran parte esencial de la cultura sanitaria. La elaboración de remedios y menjunjes en los conventos no solo requería conocer en detalle los tratados teóricos, sino también, un sinnúmero de adaptaciones prácticas, que algunas religiosas perfeccionaban durante toda su vida y que eran transmitidas a las novicias más capaces.

Así que aquella triada mujer-madre-maestra refuerza esa virtud sanadora, que se asocia a la mujer con la naturaleza como principio femenino del universo, que en otras culturas se llama la madre tierra, o la Pachamama. La imagen de mujer–madre remite a la tierra fecunda, productiva y la mujer-maestra a la enseñanza histórica de la sanación en el hogar, en la familia.

Si no me cree, basta el abrazo de una madre, hermana, hija, esposa o amiga para sanar el corazón, aunque sea un poquito, pero sanar al fin. Sin mencionar el poderoso curativo de la saliva de la madre para curar un raspón en la rodilla.

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