Las últimas encuestas de intención de voto, que publican los medios de comunicación, han puesto muy nerviosos a los candidatos y dirigentes del partido oficial, así como a otros candidatos perdidos, que no encuentran un mejor expediente de reacción que descalificar a las empresas encuestadoras e inclusive amenazar con juicios, retaliaciones, endurecimiento de normas, etc. No por recurrente, el asunto deja de ameritar un comentario.
En primer lugar, debemos decirlo por enésima vez, las encuestas de intención de voto que publican los medios de comunicación o se difunden a través de las redes sociales virtuales, no influyen en la definición del voto de la ciudadanía. Existen al respecto decenas de investigaciones que descartan la influencia de las encuestas en la definición del voto, además de la constante empírica, en cada elección, de la diferencia entre lo que dicen las encuestas y lo que se consolida como resultado final. Si así no fuera, bastaría con que aparezcan encuestas y todos los que van adelante, por el presunto (e inexistente) efecto del “voto a ganador“, verían afianzarse sus posibilidades y por ende resultar victoriosos. No ocurre de esa manera, y la definición final del voto de la ciudadanía depende de múltiples factores, entre los cuáles vale la pena anotar principalmente las estrategias de campaña, la disciplina y constancia de las candidatas y los candidatos, el contexto sociopolítico … y, claro que sí, la suerte.
Despotricar y poner en la picota a las encuestadoras, advertir oscuras conspiraciones para torcer con publicaciones de encuestas la voluntad popular y dedicarse a descalificar los números, es una actividad ineficaz, que niega la realidad y provoca que los equipos de campaña se distraigan, en lugar de reflexionar y corregir el rumbo, cuando todavía restan días cruciales y un porcentaje importante de gente que no ha tomado una decisión definitiva respecto de su voto.
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Las encuestas de intención de voto, generalmente encargadas por los medios de comunicación para su publicación, en las actuales circunstancias, adolecen de varias condiciones de fiabilidad, no solamente en Bolivia, si no, en todo el mundo. La pandemia del Covid no permite que los encuestadores se acerquen con normalidad a los electores y realmente es muy complicado realizar las encuestas en hogares. La gente no está con mucha disposición para responder cuestionarios, lo que provoca que haya mucho sesgo, voto oculto, desconfianza, etc. Por esta razón, la mayoría de las empresas prefieren utilizar el método CATI (encuesta telefónica, asistida por computadora) o, más recientemente, un método híbrido que combina encuestas presenciales, CATI y redes sociales virtuales. En cualquier caso, se ha visto, en todos lados, que los márgenes de error y la confianza en los estudios cuantitativos, han disminuido dramáticamente. Tal vez por ello, las campañas modernas están priorizando ahora los estudios cualitativos (grupos focales, entrevistas de profundidad, DELPHI, etc.), que, si bien no tienen la exactitud cuantitativa de las encuestas, permiten cometer menos errores.
En todo caso, vuelvo al principio, no es buena actitud, ante la publicación de encuestas, el atribuirles consecuencias que no tienen y peor aún actuar movidos por esa presunción. No es prohibiendo o dificultando al extremo el trabajo de las encuestadoras que se van a resolver las carencias o las virtudes de una u otra campaña, si no más bien dando a la investigación electoral el lugar que le corresponde y actuar de acuerdo a lo que nos enseña la misma. Puede que muchas veces la realidad no sea generosa con nuestras aspiraciones, pero la solución no es “matar al mensajero“.