La manipulación populista de la identidad indígena


 

El dato de la Encuesta de Hogares 2021, de que solo uno de cada cuatro bolivianos se identifica como indígena, desmiente la narrativa de Bolivia como un país de mayorías indígenas y originarias. El estudio del INE socava la política de identidad que ha prevalecido en las últimas dos décadas, enarbolada por un movimiento etnonacionalista -convertido luego en proyecto de estatal- que usó la cuestión indígena como caballo de troya de un régimen autocrático y corporativo.  



Henry Oporto

La revelación de la última Encuesta de Hogares no deja de ser impresionante, habida cuenta que 20 años atrás, en el Censo de 2001, el 62% se identificó como pueblo indígena (en el Censo de 2012, ese porcentaje bajó al 41%). También es el relevante que la población que dice tener como lengua materna un idioma nativo sea un 24.4%; lo que es consistente con la autoidentificación indígena.

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Los datos de la Encuesta de Hogares 2021 coinciden con otros estudios que, en su día, mostraron otra imagen sociológica del país. Fue el caso de la encuesta de LAPOP-Ciudadanía (Auditoría de la democracia. Informe Bolivia 2006), que arrojó una identificación “indígena u originario” del 20%, frente al 65% de “mestizo o cholo”. Otra encuesta en 2009, de la Fundación Boliviana para la Democracia Partidaria (financiada por la cooperación europea), dio como resultado que un 70% de los bolivianos se declara “mestizo o cholo”, un 20% “indígena originario”, y un 5.1% “blanco”. Estos últimos estudios destacaron que cuando la opción “mestizo” está disponible, ésta es la categoría mayormente de preferencia entre los bolivianos. Quizá ello explique la renuencia del INE (y del gobierno) a incluir en la próxima boleta censal la categoría “mestizo”. Una igual resistencia se dio en ocasión del Censo de 2012, pero, entonces, Evo se salió con la suya, y la opción “mestizo” fue desechada. Aquel censo arrojó estos datos: el 58% dijo no pertenecer a ninguno de los 36 pueblos indígenas reconocidos por la CPE de 2009, en tanto que un 41% se identificó como indígena.

Dos conclusiones saltan a la vista. La identificación étnico-cultural puede variar en el tiempo, lo que es natural tratándose de una cuestión subjetiva y que, como tal, está influenciada por el entorno sociopolítico expuesto a cambios; en las identidades étnicas no hay ningún esencialismo que las haga inmutables. También, se puede decir que la época de la “indigenización” identitaria de la sociedad boliviana ha quedado en el pasado y que, a las líneas de fractura y confrontación de índole étnico, alentadas desde el poder político, se sobrepone la realidad de la Bolivia de hoy, que es la de una sociedad mestiza (un mestizaje con matices sociales y regionales); bien es cierto que con dificultades para asumir este rasgo fundamental de la identidad nacional de los bolivianos.

La indigenización identitaria

En la lógica de los censos anteriores, lo “mestizo” no merecía ser incorporado como una opción de identificación étnica, y con lo cual los bolivianos o éramos indígenas o no éramos nada, o sea “ninguno”. El sesgo indigenista de la política oficial era evidente. De este modo, el registro censal mostraba una imagen de sociedad bastante diferente del perfil sociológico de la Bolivia que emergía al siglo XXI; esto es, un país urbanizado, una intensa migración de occidente a oriente, procesos de movilidad social que lentamente favorecían la expansión de una clase media más educada e inmersa en la modernidad, mayor conexión con la economía y la cultura del mundo.

Es bueno recordar que aquel registro censal se dio en una circunstancia singular de la vida nacional, signada por el ascenso de grupos indígenas y populares antisistémicos, y cuando el debate en torno a las cuestiones identitarias ganaba mucha fuerza. Un proceso que poco después, en 2003, entroncaría con la mayor crisis política en Bolivia desde la instauración de la democracia. Todo ello sirve para entender el hecho insólito, de que, de un día a otro, y por obra del dato censal, la población boliviana aparecía compuesta por mayorías indígenas y originarias. Hay que subrayar la acción de una corriente de activistas de izquierda, indigenistas, intelectuales progres, sindicalistas y ONG; por cierto, una corriente tributaria empeñada en cuestionar la nación boliviana e impugnar el sentido de identidad nacional forjada en el curso de la historia republicana, así como en pregonaban la trascendencia de las identidades étnicas, dando lugar a una suerte de indigenización identitaria.

Y tanto más por la entronización de Evo como “primer presidente indígena de Bolivia”; lo cual era hasta cierto punto paradójico, dado que Evo, por su vida personal y su trayectoria sindical y política previa, podía ser más bien representativo del cholo boliviano, o sea del mestizo de raíces indígenas andinas. Lo cierto es que Evo tuvo reinventar su identidad, asumiendo el papel de líder indígena, de manera de ponerse en la cresta de la ola de la reivindicación indianista. “El presidente Morales –escribiría Carlos Mesa- fue quizás el retrato vivo de las paradojas de una sociedad que no es todavía capaz de desembarazarse de sus demonios interiores”. No por nada hay personas que optan por la identidad impostada e instrumental para la consecución de fines personales y grupales, renegando y falsificando su pertenencia, sus valores y creencias.

Embate entnonacionalista  

 

La formación de la conciencia nacional en Bolivia ha seguido el patrón típico de las sociedades con lazos muy intensos en la familia, las comunidades locales y los grupos de gentes más próximas y semejantes y, a la vez, con menos capacidad para desarrollar relaciones de confianza en el ámbito de colectividades más amplias y diferenciadas. Hasta cierto punto, Bolivia se distingue de otros países de la región que han conseguido consolidar una identidad de nación más vigorosa, y que inspira lealtades fuertes y permanentes entre sus miembros. Así y todo, los bolivianos hemos logrado momentos de unidad e identidad nacional por sobre nuestras contradicciones y diferencias internas, lo cual confirma que los rasgos identitarios son construidos y reconstruidos, ensanchados y achicados, adoptados y rechazados, a lo largo de la vida.

Con este telón de fondo, se puede comprender mejor el fenómeno de la fragmentación social y la progresiva pérdida de referentes nacionales, en las últimas dos décadas, que, sin embargo, no fue del todo espontáneo. En todo caso, mucho tuvo que ver la irrupción de un movimiento etnonacionalista y comunitarista contrario a la idea de un Estado nación. “Etnonacionalista”, en el sentido de una versión del nacionalismo basada en criterios étnicos, que entiende que pertenecer a una determinada comunidad o grupo étnico es un valor en sí mismo e incluso de cualidad superior. Este movimiento se hizo más fuerte con el protagonismo de los sindicatos cocaleros, indígenas y campesinos, de grupos de izquierda reconvertidos al indigenismo, de intelectuales seducidos por las teorías del multiculturalismo y la diversidad étnica, en boga en Europa y en Estados Unidos.

El discurso convergente de este conglomerado heterogéneo pondría el foco en impugnar la idea de Bolivia como una nación de individuos que comparten una cultura, una historia y un proyecto común, a la vez de reivindicar la diversidad de nacionalidades, etnias y culturas y, con ello, el particularismo de las identidades sociales. No es casual que los portavoces de estas corrientes renegaran y arremetieran contra los conceptos de “nación” y de “pueblo”, que, de pronto, pasaron a ser vistos como expresiones de colonialismo interno. Es así como se ha ido imponiendo una suerte de culto a la diversidad. La diversidad, más que la unidad o la comunidad nacionales, sería, entonces, el valor preponderante para refundar el Estado, lo cual, por supuesto, tendría el efecto de erosionar la identidad común de los bolivianos.

La identidad indígena como instrumento de polarización

 

Es propio del populismo polarizar a la sociedad. Los líderes populistas y autocráticos afincan su estrategia de poder en dividir a la población en bandos irreconciliables. Como bien ha descrito Moisés Naím en su libro La revancha de los poderosos, “demonizar sin descanso a los adversarios y resaltar los asuntos, tanto viejos como nuevos, que dividen a la nación es una estrategia polarizadora que, por desgracia, suele dar muy buenos resultados. Es el método que los marxistas llamaban agudizar las contradicciones, que tiene una eficacia fuera de toda duda”. Y aquí es donde adquiere una gran relevancia la cuestión de la identidad, puesto que, como dice Fukuyama, la identidad centra la necesidad natural de la gente de que se reconozca su dignidad y proporciona el lenguaje para expresar los sentimientos de agravio cuando no se les proporciona ese reconocimiento. No es casual que muchos políticos sean dados a utilizar la identidad como una forma de sembrar la discordia, de reclutar seguidores y de enfervorizar a la gente.

En Bolivia, la instrumentación de la identidad indígena cumplió a cabalidad este afán de polarización (además de ser de gran eficacia para instalar la ficción de un país de mayorías indígenas perennemente victimizadas). En manos de un partido populista como el MAS, la estrategia de polarización basada en la defensa de la identidad indígena, sirvió para restarle a la oposición toda legitimidad bajo la acusación de representar a una minoría social explotadora y colonialista, y desde luego para justificar el “derecho” de su máximo líder de gobernar (sin límite de tiempo y sin restricciones legales ni contrapesos y controles a su poder absoluto) un país en el que cada dos de tres de sus habitantes eran considerados o se percibían así mismos como indígenas, tal cual lo había establecido el Censo de 2001.

El éxito del movimiento identitario comandado por el MAS fue transformar la reivindicación de la identidad indígena en un proyecto de poder: el Estado plurinacional, que presuntamente iría a resolver las injusticias sociales de la historia colonial y republicana; y el régimen autocrático y corporativo de los movimientos sociales, en sustitución de la democracia neoliberal. Y hay que admitir la efectividad de esta estrategia. Sus artífices no tuvieron escrúpulos para atizar los agravios sufridos, reales o imaginarios, y cultivar la política del resentimiento, que a menudo puede lindar en revanchismo. Según Naím, el resentimiento no es más que un deseo reprimido de algo más difícil de confesar: “el afán de hacer daño a quienes creemos que nos lo han hecho a nosotros”. Y es que, en efecto, para el MAS, cambiar el nombre oficial de Bolivia a Estado plurinacional de Bolivia fue, antes que nada, un acto simbólico de revancha por cientos de años de dominación blanca de la población indígena. Como éste, hay otros muchos ejemplos de cómo la política del resentimiento ha venido dando rienda suelta al revanchismo.

Y quizá no sea exagerado decir que la conducta de los jefes masistas, de sembrar las semillas del resentimiento y la venganza, ha sido la base del proyecto político de este partido y de una estrategia de poder que convierte las diferencias políticas (normales en una sociedad pluralista) en diferencias identitarias, y en un conflicto anclado en cuestiones de identidad y, por tanto, en visiones antagónicas de país y de modos de vida. Esto explica mucho del clima de intensa hostilidad, de crispación y de confrontación, que se ha instalado en Bolivia en las últimas dos décadas, y que parece habernos sumergido en un callejón sin salida.

Para el final

Hay que reconocer que Evo y del MAS fueron sagaces convirtiendo el indigenismo y la política de identidad en un proyecto de poder. Y es a esta misma estrategia a la que siguen apostando los nuevos líderes masistas (hoy rivales de Evo): Choquehuanca con su discurso aymaracéntrico, y Luís Arce, que quiere venderse como continuador de Evo en la dirección de un gobierno de los movimientos sociales y de las mayorías indígenas.

Así pues, es dudoso que la importante corrección de la composición sociocultural de la sociedad boliviana, que se desprende del dato de la Encuesta de Hogares sobre la identificación étnica de los bolivianos, vaya a producir cambios tales como, por ejemplo, dejar atrás la política de identidad y sus efectos social y políticamente polarizantes. Tampoco parece plausible esperar una revisión de la orientación de las políticas de gobierno moldeadas bajo la retórica de la defensa de las identidades étnico-culturales y la promoción del multiculturalismo y el Estado plurinacional. Probablemente este tipo de cosas no ocurran, al menos no a corto plazo.

Ello no es óbice para señalar las fallas de un modelo de Estado y de un sistema de gobierno sustentados en el paradigma erróneo de una sociedad de mayorías indígenas y en criterios de identidades particulares, como son las identidades étnicas y que, en sociedades heterogéneas como la boliviana, tienen sobre todo la consecuencia de disgregar los intereses y demandas de los grupos sociales, cuando no de levantar murallas artificiales a la cohesión social y la integración nacional.


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