Henry Oporto*
El aniversario cruceño invita a reflexionar sobre el presente y futuro de esta región, cuya influencia es ya determinante en la economía y la política boliviana. Y lo hago, ahora, partiendo del artículo de Ana Carola Traverso (“El precio de una ciudad sin gobernanza”, público.bo, 17/07/2022), que alude a los cambios que ha sufrido el modelo de gestión urbana, y no siempre para bien.
Según Traverso, la clave del progreso urbano de Santa Cruz (incluso departamental) ha sido la creación y el trabajo de organismos como el Comité de Obras Públicas y luego la Corporación de Desarrollo, en los años 60 y siguientes -a la vez técnicamente competentes y representativos-, que asumieron tareas de planificación y ejecución de obras públicas con solvencia, transparencia y participación social. La construcción de infraestructura básica habría sentado los cimientos de la transformación de una ciudad pequeña, pobre y relegada en una metrópoli moderna y en acelerado crecimiento. Reivindica, también, aquella forma de gestión urbana como un modelo de desarrollo genuinamente cruceño, inspirado en valores cívicos y participativos, los cuales, desgraciadamente se habrían ido perdiendo en el camino, en cuanto la administración de los asuntos públicos se traspasó a otros órganos de gobierno elegidos en las urnas.
El planteamiento sugiere un resultado paradójico del gobierno democrático y quizá también del proceso (incompleto) de autonomía territorial. La gente participa en elecciones, elige a sus autoridades, pero los poderes constituidos son menos representativos, transparentes y eficientes. Se ha ganado en autonomía política y administrativa, pero se ha perdido en compromiso cívico, en capacidades técnicas y en acuerdos y consensos alrededor de las políticas públicas. Traverso acierta en marcar estos problemas y en relacionarlos con la erosión del otrora modelo de gestión urbana que, dirigido por unas pocas entidades surgidas de la iniciativa local, hicieron mucho más y con menos recursos. Contrariamente, las actuales estructuras de gobierno sobresalen más por el despilfarro, la improvisación y los escándalos de corrupción.
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Y es que, en efecto, Santa Cruz ha experimentado en pocos años grandes mutaciones: su territorio inmenso, desconectado y escasamente poblado se ha transformado en una región urbanizada, que crece a pasos agigantados y se consolida como la economía más dinámica del país. Paralelamente, la sociedad se ha democratizado y sus incipientes instituciones se han reacomodado a las formas de un gobierno republicano, de manera que la administración pública ha pasado de manos de entidades técnico-cívicas (Comité de Obras Públicas, CORDECRUZ y otras) de carácter elitista pero eficientes como agentes progreso, a los actuales órganos de gobierno, que adolecen de disfuncionalidades y son presa del clientelismo y el patrimonialismo.
El clientelismo (beneficios individuales o colectivos a cambio de votos y apoyo político) ha llegado -o se ha acentuado- con el protagonismo de los partidos y agrupaciones políticas compitiendo por el poder. El clientelismo es enemigo de la meritocracia, la idoneidad y probidad funcionaria; crea un estilo de gobierno rentista, opaco y excluyente de otros grupos e intereses de la sociedad. La otra cara del clientelismo es el patrimonialismo, que se da cuando el gobierno se confunde con la propiedad del gobernante y éste -y sus colaboradores- dispone de los bienes públicos como si fueran de su propiedad. Es lo opuesto del Estado moderno que se rige por principios impersonales: el mérito, los conocimientos técnicos, procedimientos transparentes, o la autoridad no delegada a familiares, amigos o incondicionales al gobernante. Patrimonialismo y clientelismo son un caldo de cultivo de la corrupción. Por supuesto, no son exclusivos de la política cruceña, y ni siquiera de la política boliviana; aunque, bajo el MAS, esa patología se ha exacerbado a extremos desconocidos.
Francis Fukuyama ha observado que países y regiones que se democratizaron antes de haber forjado una administración pública sólida y meritocrática, tuvieron muchas más dificultades de lograr gobiernos de calidad que los países que habían heredado -del absolutismo o el colonialismo- Estados competentes, enmarcados en la legalidad y con vocación de servicio. En ausencia de tales cualidades, sus sistemas de gobierno derivaron en clientelismo, corrupción o populismo. Algunos países sí fueron capaces de reformar y modernizar sus instituciones; otros no lo han hecho o solo parcialmente, que es el caso de muchos países latinoamericanos. Fukuyama advierte la cuestión de la “repatrimonialización”, con la captura del Estado por parte de grupos de interés organizados, que subyace a la decadencia de las instituciones democráticas, incluso en países desarrollados.
La teoría de Fukuyama ayuda también a entender lo que le ocurrió a Bolivia durante el tránsito de la dictadura a la democracia. Me refiero a que el estallido de problemas y demandas acumulados por muchos años desarmó la frágil estructura estatal y las capacidades de gobierno colapsaron. Es cierto que los partidos de la época llevaron a cabo reformas para modernizar el Estado y mejorar sus capacidades profesionales -incluso un servicio civil asistido por la cooperación internacional-; hubo avances notorios, pero no mucho más y, al cabo, sucumbieron a las presiones y costumbres de la política boliviana. El MAS en el gobierno aplicó la retroexcavadora, desmantelando casi todo vestigio de institucionalidad y fiscalización efectiva, con el resultado conocido: el Estado ha caído en las redes del clientelismo, el nepotismo, el compadrerío, la corrupción. De ello tampoco se salvan las entidades gobernadas por líderes opositores, salvo quizá excepciones honrosas.
Santa Cruz tiene pues un espejo en donde mirarse. El clientelismo y el patrimonialismo están echando raíces en la política regional, lo cual es más perceptible en ausencia de organizaciones políticas fuertes y estables y cuando la política se mueve alrededor de políticos que no se diferencian del viejo estilo personalista y populista. La consecuencia es el mal gobierno y una crisis de liderazgo político. Más tarde o más temprano esto perjudicará la marcha de la economía. Si tales males persisten, el modelo de desarrollo cruceño perderá vigor y la gestión pública será disfuncional y quizá impotente ante las muchas y complejas necesidades que la región tiene encima.
Por suerte, Santa Cruz tiene una tradición de cultura cívica y una sociedad civil activa; muchas de sus organizaciones no son tributarias del clientelismo y defienden su autonomía del poder político. Son elementos prominentes para que la sociedad cruceña ponga freno a la degradación de su institucionalidad política y rescate los valores cívicos, meritocráticos y participativos que han impulsado su progreso. Ello sería consistente con la necesidad de pergeñar desde Santa Cruz un gobierno democrático y con un mejor desempeño que el Estado centralista y autocrático.
*Sociólogo. Director de la Fundación Milenio.