El camino de un nuevo contrato social


 

 



La crisis de gobernabilidad y un conflicto de poder latente ponen en riesgo la integridad y viabilidad de Bolivia

 

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Allí donde está la crisis está también el camino a la solución.

Jorge Castro, analista argentino.

 

 

36 días de paro en Santa Cruz, con manifestaciones de violencia, un ambiente de extrema tensión y repercusiones en varias otras regiones, son algunos ingredientes del conflicto más prolongado en varias décadas y uno de los más graves que le ha tocado lidiar a un gobierno del MAS. Pocas semanas después, los mismos protagonistas vuelven a enfrentarse a raíz de la detención con inaudita violencia y saña (en realidad, un secuestro) del gobernador Luis Fernando Camacho, y cuyo desenlace es incierto. Este artículo analiza los acontecimientos políticos con una perspectiva más amplia, escudriñando en sus dimensiones estratégicas y su impacto en los equilibrios de poder.

Gobernabilidad y polarización

El conflicto del Censo ha desvelado una crisis de gobernabilidad en Bolivia. El origen de la crisis se sitúa en la caída de Evo en 2019 y en la transición política que le siguió. Después de un año caótico, la elección de Luis Arce en 2020, con mayoría absoluta de votos, despertó la ilusión de un retorno a la senda de la estabilidad política, pero su impacto ha sido efímero. Con el conflicto de marras nuevamente han tomado primer plano los problemas de gobernanza y la dificultad de superarlos.

Uno de los hechos subyacentes es la polarización política que se nutre de la contradicción autocracia y democracia, como dos modelos de gobierno y de país, que dividen a los bolivianos. Esta tensión, que socava la convivencia nacional, cobró renovado vigor con la vuelta del MAS al poder y, con ello, de un régimen absolutista y corporativo, de control de la justicia, represión de opositores, restricciones al mercado y la libre empresa y de alineamiento con otros gobiernos autoritarios y populistas. Indudablemente, la resistencia a este tipo de sistema político y económico tiene su punto focal en Santa Cruz y de un modo tal que el conflicto adopta una dimensión territorial que contrapone al poder central del Estado con la región más poblada, próspera y con ansias de protagonismo político, como es la tierra cruceña, que defiende celosamente su autonomía y reclama más libertad política y económica para su desarrollo.

En ausencia de Estado de derecho, y a falta de espacios de deliberación democrática (el parlamento es un mero apéndice del Ejecutivo), no hay forma de que los conflictos se canalicen y solucionen a través de mecanismos institucionales, de manera que forzosamente terminan en las calles y en acciones directas y de fuerza y en la lógica del “todo o nada”. Bolivia sufre de la erosión de la cultura del diálogo y de la política como espacio de negociación y compromiso. Todo lo cual incrementa la crispación social, entrevera y atora la gestión de los asuntos públicos.

La confluencia de esos factores es un caldo de cultivo explosivo, como lo ha puesto de manifiesto el reciente conflicto, con un gobierno empeñado en evitar a como dé lugar la realización del Censo -por mero cálculo político- y una región (Santa Cruz) determinada a defender sus derechos e intereses legítimos. Así pues, lo que en otras circunstancias no habría sido más que una controversia técnico-administrativa (la fecha y las condiciones del operativo censal), en la Bolivia fracturada de hoy, la disputa censal fácilmente deriva en un conflicto de poder. Y que, por cierto, muestra cuan peligrosa puede ser la mezcla de arrogancia y paranoia del partido en el poder y de sus gobernantes, que perciben una amenaza en todo aquello que no controlan -y más todavía si se trata de adversarios al régimen-, lo cual los lleva a imaginar una confabulación en cualquier acción que contradiga sus designios políticos, al mismo tiempo que no paran de hacer gala de prepotencia y abuso de poder, lo que es ya una marca del régimen.

El manejo de la cuestión del Censo, y en general de la relación con Santa Cruz, ha desnudado la impericia de Luis Arce y sus ministros, subestimando la potencia del movimiento cruceño, además de ceguera frente al malestar social en aumento, sobre todo de las capas medias y sectores populares urbanos castigados por la precarización del empleo, la caída de los ingresos familiares y una creciente sensación de carencia de oportunidades. Este malestar social es una de las claves para entender la fuerza del levantamiento cruceño.

Por si fuera poco, la lucha de poder y liderazgo entre Luis Arce y Evo Morales, que, de ser un conflicto de baja intensidad, se ha convertido en una pelea despiadada que trastoca las condiciones de gobernabilidad. El bloque político-social unido alrededor de un jefe y caudillo supremo ha quedado en el pasado, privándole al régimen de su principal basa de sustentación. De hecho, la división entre arcistas y evistas reduce sus posibilidades de contrarrestar el poderío del movimiento cruceño, y tanto más porque dicha fractura no solo se extiende a sus organizaciones sociales aliadas; también permea a las fuerzas policiales y militares, lo mismo que al poder judicial; de quienes depende cada vez más su sostenibilidad política.

A fin de cuentas, lo que existe en Bolivia es un equilibrio de poder inestable, en el que ninguno de los contendientes es capaz de imponerse sobre el otro, aunque sí de contener y bloquear al adversario. El resultado es un orden político precario, con la autoridad del Estado en entredicho, y un sistema de decisiones fragmentado, que, obviamente, impactan en la economía y crean un clima de marcada incertidumbre. En una situación de debilidad o vacío de poder se desata una crisis de confianza, mientras que la actividad económica y las inversiones se retraen.

Lecciones del conflicto

Una de las lecciones es que la recuperación de la democracia solo ha de ser posible si la gente pelea resueltamente por ella. La lucha de Santa Cruz ha relievado esta verdad. Pero también ha quedado en evidencia que no bastan la organización, el sacrificio o el coraje; es imperioso un liderazgo inteligente y con visión estratégica.

También es irrefutable que Santa Cruz es el contrapoder efectivo del régimen masista (quizá es lo que ha impedido que Bolivia siga la senda de Nicaragua y Venezuela). La región cruceña es el lugar donde ahora se dirimen las grandes cuestiones políticas del país. Santa Cruz no solo es recocida como la locomotora económica sino como el poder político emergente y con mayor gravitación en la política nacional. Ello tiene varias implicaciones.

Una, muy evidente, es que, en términos de desarrollo, Bolivia se mueve a un desequilibrio territorial acentuado, con Santa Cruz tomando la delantera y con la región de occidente relegada; incluso La Paz y Cochabamba van perdiendo peso en las decisiones nacionales. Este desplazamiento del centro de gravedad de la política boliviana, que ya se veía venir, se acelerara a pasos agigantados. La pregunta obvia es si un país con tales brechas puede ser viable a largo plazo. Por cierto, una sociedad con grandes asimetrías de crecimiento y de poder es proclive a la inestabilidad estructural, las tensiones y conflictos recurrentes. De momento, el dinamismo cruceño tiene efectos de irradiación geoeconómica en otros departamentos, pero todavía limitados, de modo que sus posibilidades materiales de acoger a la población migrante y brindarle condiciones de empleo y bienestar podrían verse prontamente rebasados. Y si ello ocurre, a buen seguro que los conflictos sociales se concentrarán en Santa Cruz -como ya viene sucediendo-, y la región estará más expuesta a la crispación y la inestabilidad, a contramano de lo que el proceso de crecimiento requiere.

Otra pregunta relevante es qué pueden hacer los departamentos de Occidente para contrarrestar el desequilibrio y la desarticulación nacional; ¿dónde están sus oportunidades de crecimiento? Son cuestiones que deben interpelarnos a todos los bolivianos. Pero hay otra pregunta absolutamente crucial: ¿es posible concebir un proyecto nacional, probablemente liderado por Santa Cruz, que pueda articular los intereses de oriente y occidente, del norte y del sur, de las ciudades y el campo, desde un nuevo contrato social entre el Estado y la sociedad y entre las regiones y departamentos? Pienso que el tiempo de discutir un nuevo contrato social en Bolivia, ha llegado. Una discusión que debe abordar las opciones estratégicas de los actores políticos y socioeconómicos.

Los escenarios futuros

El conflicto del Censo ha evidenciado la debilidad del gobierno de Luis Arce, que, desprovisto de un plan coherente y un horizonte que ordene las prioridades de gobierno, se ha hecho más presa del desconcierto, los acontecimientos imprevistos y las presiones de otras fuerzas. Por cierto, las encuestas indican que la imagen de Arce está muy lastimada, lo que contribuye a deteriorar la autoridad presidencial, cosa muy relevante en un país presidencialista y caudillista y donde la figura presidencial es el eje real del sistema político, más aún en un régimen autocrático como el actual. Perder la mayoría parlamentaria -producto de la guerra interna en el MAS-, en un contexto de bajo crecimiento económico, significa que la gobernanza y la estabilidad política se ponen cuesta arriba. También, por ello, es fácil advertir una ola de conflictos sociales difíciles de manejar; es lo que suele ocurrir cuando se percibe un gobierno débil y que no sabe cómo lidiar con los problemas.

El movimiento cruceño, por su parte, tiene a su favor el sentimiento de haber logrado una victoria política, cierto que con un elevado costo (que tal vez pudo evitarse con una conducción más serena y visionaria); y sobre todo de un triunfo moral. Sin duda, ello estimula a las corrientes maximalistas que sienten que es hora de ajustar cuentas con Bolivia (y no solo con el MAS); o sea, de buscar una solución estructural a lo que muchos perciben como el gran escollo para la región cruceña: el “centralismo”, y que ello consistiría, en lo mínimo, en federalismo, y en lo máximo, en alguna forma de autodeterminación. Desde ya, gana fuerza el debate sobre la cuestión del federalismo. El problema de es que esta línea política puede profundizar la polarización y división entre federalistas y unitaristas, que tiene larga historia en Bolivia, y con efectos insospechados.

Independientemente de los méritos que pueda tener o no la idea de un proyecto federal para Bolivia, el punto nodal es de qué manera Santa Cruz (y con ella las fuerzas democráticas del país) han de gestionar hacia adelante el capital político acumulado. Una posibilidad es llevar el conflicto con el Estado central a un escenario de definiciones últimas, con el riesgo de precipitar un choque de trenes. El MAS, y en particular Luis Arce, ya han mostrado sus cartas: esgrimir el discurso de la “unidad de la patria” y denunciar el “separatismo” cruceño, para aglutinar al resto de Bolivia detrás del régimen. Y nadie debería subestimar lo que esto puede comportar en un país nacionalista y con una historia de agravios, resentimientos y aún odios raciales y clasistas largamente acumulados.

La otra estrategia posible, y quizá más efectiva, es un camino de avances sucesivos en la lucha democrática y por el fortalecimiento de las autonomías y el proceso de descentralización, siguiendo una hoja de ruta con tres momentos fundamentales.

El primer desafío crítico es convertir el año 2023 en el año de la regeneración de la justicia, proceso que debería iniciarse con la campaña de recolección de firmas para la convocatoria a un referendo nacional para la reforma judicial, según la propuesta de modificación de la Constitución promovida por un grupo prestigioso de juristas independientes[1]. Habida cuenta el amplio apoyo ciudadano a la causa de la transformación de la justicia se pensaría que esta es una batalla potencialmente victoriosa, y que pondría al gobierno contra las cuerdas. De hecho, cuesta imaginar que un régimen como el actual pueda sobrevivir a la pérdida de control sobre el aparato judicial. De ahí, pues, la importancia de unificar fuerzas para convertir el referendo de la reforma judicial en un rechazo nacional al autoritarismo y contra el sometimiento de la justicia. No veo mejor oportunidad política para recomponer el sistema judicial como un poder estatal independiente y legítimo. Sería también un paso decisivo en la reconstitución del Estado de derecho y la remodelación de un sistema político pluralista, inclusive para resguardar a los gobiernos subnacionales frente al centralismo sofocante y el afán hegemónico de un partido con vocación totalitaria.

2024 debe ser el año de la realización del Censo, y por tanto del pacto fiscal para la redistribución de los recursos fiscales, así como para la reasignación de escaños parlamentarios, en el marco de un acuerdo nacional que lo haga viable. Bolivia precisa construir estos grandes consensos políticos, sociales y territoriales, sorteando el peligro de una pelea caótica e incierta, ya no solo con el gobierno central sino entre departamentos y municipios.

Un tercer momento clave es el 2025, año de comicios generales, y de la posibilidad de un relevo democrático en el poder, y para lo cual será determinante la imparcialidad e idoneidad del organismo electoral, así como otras condiciones políticas que aseguren una competencia electoral libre, transparente y equitativa. Lo que queda claro es que un Poder Judicial reconstituido bajo criterios de independencia, meritocracia y probidad, es la institución más importante para la defensa y protección de los derechos constitucionales de los bolivianos, que estarán a prueba tanto en los comicios de 2025 como en las decisiones relativas a la representación política y la reforma fiscal emergente del Censo 2024.

Esta ruta crítica permitiría ir sentando, con cada batalla exitosa, las bases de una coalición social y territorialmente amplia, de modo que no solo sea posible construir una alternativa de poder democrática sino también resolver la crisis de gobernabilidad.

Calma estratégica y apremio táctico

La erosión progresiva de la gobernabilidad, así como el conflicto de poder que le es inherente, están a la base de la crisis política que sacude al país; crisis que, además, es el principal obstáculo para la recuperación económica, lo mismo que para las posibilidades de un proyecto de desarrollo y modernización de largo plazo. Ingobernabilidad, polarización y fragmentación son tendencias catalizadoras de fuerzas centrífugas que debilitan la cohesión nacional y recrean riesgos complejos para la integridad del Estado boliviano. Tanto más cuando la identidad nacional está visiblemente debilitada bajo el embate de identidades étnicas, regionales y sociales parciales.

El conflicto de poder en Bolivia, como ya se ha visto, contiene una vertiente interior al partido gobernante, y otra que opone y confronta al Estado central con la región de Santa Cruz. La primera es fruto directo de la descomposición del régimen creado por el MAS e ilustra el ocaso de su proyecto de poder y cuya máxima expresión es una guerra política que no tiene una solución de unidad, por lo que el desenlace más probable es la división del masismo, que lo llevaría a enfrentar las elecciones del 2025 con dos o más candidatos, favoreciendo, naturalmente, las posibilidades de una candidatura y un proyecto político alternativo.

Las fuerzas democráticas, por su lado, y en particular el movimiento cruceño, pueden sortear la impaciencia y evitar posturas radicales que solo abonan a la polarización (lo que el masismo quiere y necesita para prevalecer). Pero ello supone articular un movimiento nacional por la democracia y por la retoma del proceso de construcción de la nación boliviana. No se debe olvidar que el Estado nacional continúa siendo la cuestión sustantiva que afronta Bolivia en términos políticos y estructurales y que explica, en última instancia, la crisis de gobernabilidad y el conflicto de poder como problemas crónicos del país.

Lo dijimos al principio de este artículo, citando las palabras de Jorge Castro: allí donde está la crisis puede estar también el camino a la solución y que ésta no es posible fuera del origen del problema. Para nuestro caso es claro que ninguna estrategia que eluda la cuestión primordial de la gobernabilidad y de las tareas nacionales pendientes dará en el clavo y tendrá chances de éxito.

El desafío es sobre todo para una dirigencia política con visión de país y persuadida de que el camino del desarrollo es una labor muy ardua y compleja de articulación de múltiples intereses, sensibilidades, valores y capacidades, de manera de forjar un verdadero proyecto de desarrollo con un renovado sentido de nación y de Estado nacional, al margen de lo cual Bolivia no tiene destino, como tampoco ninguna de sus partes constitutivas. Una estrategia política inspirada por esta filosofía y en esos valores presupone tener paciencia estratégica para evitar aquellas batallas en las que hay más posibilidades de perder que de ganar y, desde luego, no perder de vista cual es el norte que se quiere alcanzar y cuál sería el mejor camino para discurrir en esa dirección. Pero también es preciso tener un sentido de apremio táctico para saber tomar las oportunidades más ciertas que permitan avanzar con resolución, en cada momento determinado.

Un nuevo contrato social

La transición de la dictadura a la democracia, en los años ochenta, comportó un contrato social entre los bolivianos que hizo posible el establecimiento del sistema republicano de gobierno. Ese contrato consistió en varios acuerdos fundamentales como la estabilidad económica, un orden político de libertades plenas y pluralismo ideológico, la descentralización del Estado, la expansión de los servicios de educación y salud y del sistema de pensiones, el reconocimiento de la diversidad étnico-cultural y la promoción de los derechos indígenas y colectivos. Sobre tales bases, la democracia pudo funcionar razonablemente por casi dos décadas, con estabilidad y gobernabilidad.

Desgraciadamente, con el transcurso de los años, el contrato social que sostuvo la transición y la democracia pactada se fue erosionando y perdiendo significado, hasta que, con la crisis política de 2003, se hizo añicos. Después, la Asamblea Constituyente (2006- 2008) falló en el cometido de reformular el contrato social –si es que alguna vez tuvo realmente ese propósito–. Su consecuencia concreta ha sido más bien la regresión autoritaria, la fractura de la sociedad y la confrontación polarizada. recreándose formas indeseables de exclusión y desigualdad política. Por ello mismo, la idea de un nuevo contrato social no solo es pertinente, sino crítica para salir de la polarización destructiva y sortear las amenazas de desintegración nacional. Son los grandes consensos políticos, sociales y territoriales los que pueden devolvernos a la convivencia pacífica, la cohesión social y regional y un sistema político dotado de una renovada legitimidad para viabilizar la reconstrucción democrática y el Estado de derecho, afianzar la estabilidad y el crecimiento sobre nuevas bases económicas y productivas, relanzar y profundizar el régimen de autonomías y descentralización y, por fin, impulsar un proyecto de modernidad de la sociedad boliviana.

Las dificultades para esta tarea están a la vista, pero también lo ineludible y decisivo de este desafío. Es la encrucijada en que estamos. No se trata, claro está, de concebir el contrato social como un acto puntual y concreto, sino más bien como una sucesión de eventos, pactos y acuerdos mediante los cuales los bolivianos podamos reencontrarnos y forjar lazos de unión. Se trata, en el fondo, de ir labrando un acuerdo básico sobre una idea definida de democracia y por tanto de legitimidad política, que es algo que ha faltado en el pasado, y sigue faltando en el presente. Sin un consenso amplio en la dirección en que debe moverse la economía y reordenarse el sistema político –con un liderazgo visionario, perseverante y sagaz para navegar en aguas turbulentas–, la política boliviana seguirá tropezando con escollos insalvables. Si el orden y la estabilidad no pueden alcanzarse por consenso, o imponerse por la fuerza, irrumpirá un escenario caótico y quizá catastrófico.

Una reciente encuesta en las principales ciudades del país ha registrado que 7 de cada 10 personas votaría a favor si se realizara un referendo para reformar la justicia.

 

 

Henry Oporto


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