El lunes, después de ducharnos y mientras nos cambiábamos, en la rápida charla de vestuario —al salir de nuestro entrenamiento de natación—, alguien preguntó: ¿cuál será el escándalo de la semana? Detrás de las toallas que secaban nuestra húmeda piel, se escucharon unas risas nerviosas y algunas murmuraciones. La verdad es que hemos perdido la capacidad de sorprendernos porque, todas las semanas, aparece algún tema escandaloso, desastroso, macabro o extravagante que se hace viral en redes sociales y ocupa los principales titulares de los medios de comunicación social.
El planeta vive una época en la que la información fluye constantemente a nuestro alrededor. Nos duchamos bajo una cascada de noticias. Y en Sucupira, donde lo de “pueblo chico, infierno grande” es más evidente, los cotilleos —digitales y presenciales— circulan con más rapidez. Las historias escabrosas, curiosas, tétricas parecen dominar las cabeceras de diarios e inundan nuestra chismografía cotidiana.
Si de la sorpresa subimos un peldaño, llegaremos al asombro —la RAE la define como aquello que nos causa gran admiración o extrañeza—. Los niños descubren el mundo en un estado de constante asombro, que, lastimosamente, vamos perdiendo con los años. En esta exposición de sobrecarga informativa, corremos el riesgo de perder esa capacidad que enriquece nuestra experiencia de vida. El exceso afecta nuestra percepción del mundo. La sobrestimulación nos desensibiliza gradualmente.
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En esta era digital tenemos acceso inmediato a una descomunal cantidad de contenidos. Pero, las noticias más curiosas y sensacionalistas son aquellas que captan nuestra atención porque se destacan entre el monstruoso ruido informativo. La sobrecarga nos acostumbra a lo impactante y lo inusual. Esta desensibilización afecta nuestra perspectiva y nuestra conexión con el mundo. Perdemos la capacidad de apreciar las maravillas que nos rodean. Nuestro umbral de asombro se eleva, y lo que antes nos sorprendía, ahora apenas nos genera una reacción. “Lo poco espanta y lo mucho amansa”.
Es necesario evitar la “fatiga de asombro” y redescubrir la belleza en lo ordinario. Hay momentos significativos de nuestras vidas que los estamos perdiendo por estar atragantados y abrumados con el constante torrente de noticias. Es imprescindible desconectarnos de manera consciente y permitirnos un espacio sin distracciones para prestar atención a los detalles y a las pequeñas cosas que suceden a nuestro alrededor. Es útil cultivar la gratitud por los momentos simples y cotidianos. Explorar y descubrir nuevos lugares, actividades y experiencias. Permitirnos —desde la humildad—, sorprendernos y maravillarnos ante lo desconocido. Disfrutar de una conversación significativa con alguien que nos recuerde la hermosura de vivir. Contemplar amaneceres y atardeceres en silencio. Descubrir la belleza en la literatura, la naturaleza, la música o cualquier otra forma de expresión creativa.
El asombro es una emoción poderosa y transformadora. Es el sentimiento de estar en presencia de algo más vasto que nosotros y que trasciende nuestra comprensión del mundo. Estimula nuestra creatividad, curiosidad y sentido de posibilidad, impulsándonos a explorar y descubrir nuevos horizontes. Cuando ya nada nos maravilla, la esencia de la vida se ensombrece, el mundo se vuelve uniforme y repetitivo. El asombro es el primer paso para reconectar con aquello por lo que vale la pena vivir y representa un antídoto contra el hastío, la tristeza y la desesperanza. Perder esa emoción nos puede privar de conectarnos con lo que verdaderamente importa.
Alfonso Cortez
Comunicador Social