Por mis tiempos de trabajo y zonas en las que habitualmente circulo, muy pocas veces me toca conducir mi vehículo por el Primer Anillo de Sucupira. La semana pasada, rompiendo mi rutina, estuve tres días por esa ruta, a media mañana. Esa lenta y exasperante calesita debe ser lo más parecido a un cuarto de torturas de la época medieval. Compadezco el suplicio de quienes padecen este castigo —físico (bocinas, gritos e insultos) y psicológico (estrés, angustia e impaciencia)— todos los santos días de su vida, mientras observan, impávidos, un carril vacío porque el que planean las motitos de delivery.
La gente, que a todo se acostumbra, me dice que el “tormento” es peor en otras avenidas. Esta resignación ciudadana me recuerda al cuento de la rana y la olla caliente: si lanzáramos una rana en una olla de agua hirviendo, lo lógico —si es que antes no muere— es que de inmediato salte e intente escapar. Si ponemos esa misma rana en agua a temperatura ambiente, y muy, muy lentamente, la calentamos hasta que comience a hervir, la creencia popular dice que la rana se quedará tranquila, sin darse cuenta de que el agua se está calentando. El aumento de la temperatura será tan sutil que su cuerpo se irá adaptando al cambio, hasta que finalmente muera hervida, casi sin darse cuenta.
En una de esas mañanas de furia, después de enviar un mensaje explicando que llegaría tarde e intentando abstraerme del hostil entorno, me puse a filosofar sobre lo apurados que vivimos la vida. La mayor parte del tiempo vivimos a una vertiginosa velocidad, sin prestar —verdadera atención—, a los procesos y las relaciones que nos rodean. Hemos desaprendido a vivir en calma. Ni pensamos en ralentizar los ritmos que nos arrastran y desacelerar un poco para disfrutar el recorrido. No tenemos consciencia de nuestra obsesión por la consecución rápida de resultados. Al fin y al cabo, el saber pierde lo que tiene de sabor cuando se convierte en la simple y rápida recolección de haceres concluidos y a la mano. En los peores casos y situaciones, ni nos damos cuenta lo que estamos viviendo, por pensar en llegar apurados y primeros. La aceleración urbana nos distancia de lo que en verdad importa.
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Irene Vallejo, en su libro, El futuro recordado, tiene un breve ensayo, La máquina lenta, que habla de lo enamorados que estamos de la velocidad. Con esa erudición, sin aspavientos, ella sabe entablar un diálogo con personalidades del pasado para relatarnos ilustrativas historias: “Cuentan que uno de los personajes más astutos y atareados de la antigua Roma, el emperador Augusto, solía repetir la frase Festina lente, que significa ‘apresúrate despacio’. Quería decir que conviene caminar despacio si queremos llegar lo antes posible a un trabajo bien hecho. Según varios historiadores, utilizaba esa máxima a menudo en sus conversaciones y solía incluirla en su correspondencia. Los neurólogos contemporáneos dan la razón a Augusto: nuestros mecanismos mentales de respuesta rápida son ancestrales, impulsivos y poco elaborados; mientras que la capacidad de razonar ha madurado en una larga evolución. Apreciemos los ritmos sosegados, pues la velocidad es instintiva, pero hemos necesitado milenios y milenios de selección de la especie para llegar a ser lentos”.
Las prisas, el frenesí, el aceleramiento y la locura de lo urgente nos están privando del placer y la alegría que puede provocar tomarnos la vida con más calma, con menos ruido, y ojalá, con muchos silencios.
Alfonso Cortez
Comunicador Social