La política boliviana vive el final de una etapa política, dominadas por un caudillo populista y movimiento político corporativo, pero que ahora implosiona por su división, lucha de facciones y envilecimiento moral. Estos hechos han creado las condiciones para el advenimiento de otro período político, cuyos rasgos y alcances todavía no entrevemos con claridad.
Este cambio de ciclo político afronta desafíos complejos, como la crisis económica y social en desarrollo, el restablecimiento del Estado de derecho, la reconstrucción de las instituciones democráticas, la necesidad de regenerar el sistema judicial y devolverle independencia y profesionalismo, un sistema electoral confiable, que pueda garantizar elecciones libres y limpias, y desde luego, la cuestión de la gobernabilidad.
Hay otros desafíos subyacentes: Uno de ellos es la polarización política, ideológica y territorial; es la herencia que nos deja el ciclo político que termina. La polarización se sobrepone con la fragmentación política, que incluso toca al MAS. El otro legado es una crisis de identidad nacional; crisis expresada en la pérdida o debilitamiento profundo del sentido de nación, de comunidad nacional, de objetivos comunes generales y de una visión compartida de futuro.
Dos Bolivias
Las “dos Bolivias” es un paradigma para repensar nuestro país, la índole de sus problemas, dilemas y desafíos; por cierto, una metáfora controvertida. Sin embargo, puede no ser descabellada a la vista de los acontecimientos de las últimas dos décadas, y de la historia política y social del país. La noción de las dos Bolivias recoge la realidad de una sociedad fracturada, con hondos desencuentros entre los actores sociales, políticos y territoriales. Veamos:
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Una Bolivia se configura alrededor de las clases medias urbanas y los estratos sociales altos, de la economía formal y empresarial y de las fuerzas regionales emergentes -principalmente Santa Cruz y sus áreas de influencia-. La otra Bolivia se desenvuelve en torno a las poblaciones rurales, indígenas y provinciales, los estratos cholo-mestizos de las ciudades —sobre todo del occidente del país—, y especialmente de la gran urbe aymara de El Alto.
Una Bolivia se identifica (mayormente) con valores de modernidad y la tradición republicana; es más individualista, se inclina más hacia la libertad política y económica, la iniciativa privada y la inserción en la economía global; aunque muchas veces de forma contradictoria. La otra Bolivia parece aferrarse mucho más a tradiciones comunitaristas e identidades étnicas y corporativas; su ecosistema de vida gira en torno a la economía informal, que es donde más se concentra la pobreza. Sin embargo, es también en esta otra Bolivia donde irrumpe una nueva clase media popular y grupos de empresarios cholo-indígenas (muchos de ellos prósperos); que le plantan cara a las élites tradicionales, y disputan el poder económico y social.
Es fácil constatar que la manera en que esos dos polos interactúan y se relacionan entre sí, tiene un gran impacto sobre la trayectoria del país. Cuando su interacción se da en términos positivos la vida nacional gana en estabilidad, hay más oportunidades de crecimiento económico y social -el país se potencia-. Por el contrario, cuando las dos Bolivias chocan, cuando prevalece el desencuentro y la polarización, el resultado es la crispación, la inestabilidad y una gobernabilidad precaria. Esto se ha repetido muchas veces en nuestra historia.
La identidad nacional en crisis
Debemos entender que la polarización que afecta a Bolivia es de gran calado. Tienes raíces históricas y culturales. No se trata solo de un hecho episódico, circunstancial o relativamente menor frente a otros problemas nacionales. El elemento subyacente a esta polarización (manifiesta o latente) es una identidad nacional débil. La identidad común de los bolivianos no solo está desafiada, sino que debe rivalizar con otras identidades más limitadas y particulares, como son las identidades étnicas, regionales o corporativas. El problema de este tipo de identidades estrechas es que suelen ser más cerradas, despiertan reacciones altamente emocionales y tienden a la disgregación social; en última instancia, alimentan tendencias centrífugas que socavan la cohesión nacional.
La crisis de identidad nacional se ha visto exacerbada por las políticas identitarias y multiculturalistas que irrumpieron con fuerza en la política boliviana, desde principios de siglo, de la mano de los movimientos indigenistas y grupos de izquierda radicales que tendieron a sustituir la lucha de clases por la lucha entre culturas, grupos étnicos y nacionalidades. Las reivindicaciones identitarias alcanzaron su mayor auge con el ascenso del MAS al gobierno. Desde entonces, el discurso etnonacionalista es la ideología oficial del régimen autocrático y corporativo; un discurso que cuestiona los fundamentos de la República y niega la existencia y legitimidad de la Nación Boliviana. El nacionalismo étnico del MAS postula refundar Bolivia a partir las diversidades étnicas y socioculturales y con la supremacía de los grupos que se autoproclaman representantes de los pueblos indígenas y movimientos sociales. Esta es básicamente la idea del Estado plurinacional.
Pero esta no es la única vertiente que socava la identidad común de los bolivianos. También están las corrientes políticas e intelectuales que propugnan la centralidad de la región, incluso en oposición a la idea de la Nación Boliviana. Este el caso de ciertas versiones extremas del cruceñismo, o de la identidad cruceñista; las cuales parecen haber tomado fuerza en respuesta al nacionalismo étnico del MAS. No obstante, su origen y su trayectoria se remontan más atrás.
Importa enfatizar que esta clase de fenómenos, que fragmentan la vida social y política, son característicos de países que no consiguieron estructurarse como Estados nación, o solo de forma parcial, inconsistente, volátil; desgarrados por luchas internas, inclusive guerras civiles. Países con cuestiones nacionales irresueltas: la formación de una identidad nacional definida; la integración demográfica y geográfica; el control efectivo sobre su territorio, una cultura nacional fuerte, un Estado legítimo y eficaz, con capacidades y recursos materiales y simbólicos para implantar el orden y preservar la cohesión social.
Por cierto, Bolivia resiente las consecuencias de una construcción nacional inacabada, inconclusa. Esta afirmación podría parecer sorprendente, habida cuenta el proceso de la Revolución Nacional cuyo vector central fue consolidar el Estado Nacional. Pero quizá no lo sea tanto considerando los avatares, extravíos y fracasos de la Revolución del 52. De hecho, aunque los progresos en términos de inclusión social e integración territorial son indiscutibles, persiste un notorio déficit de cohesión social. Al fin y al cabo, somos una sociedad marcada por resentimientos, agravios, recelos y desconfianzas recíprocas. Un país que no logra cimentar un marco de convivencia, estabilidad y gobernabilidad efectivas. Este el atolladero en que estamos.
La Nación Boliviana
A pesar de dos siglos de existencia como Estado independiente, la consolidación de la Nación Boliviana y del Estado Nacional, son tareas pendientes. Por lo tanto, tendría que estar claro cuál debe ser el fundamento filosófico y moral y el marco estratégico dentro del cual discurra la transición a una nueva etapa política; y también el eje vertebrador de un proyecto político alternativo al populismo decadente, y cuyo leit motiv sea afirmar y consolidar la Nación Boliviana basada en los principios de igualdad ciudadana, libertad individual y gobierno democrático y participativo.
Más allá de la diversidad de nuestra sociedad, y por encima de todas nuestras diferencias sociales, culturales y geográficas, los bolivianos estamos urgidos a recuperar un sentido de Nación, de una comunidad nacional con vínculos culturales, valores, historia y rasgos idiosincráticos comunes. Y, sobre todo: la convicción de que es posible converger en un gran proyecto de país y de futuro. Un proyecto con tal vocación integradora marcaría, ¿cómo no? un contraste nítido con el etnonacionalismo del MAS, y también con las posturas regionalistas desintegradoras e insolidarias. Si no hacemos esto, es plausible que ni la polarización, ni la fragmentación, ni las asimetrías de desarrollo entre unas regiones más pujantes y otras más deprimidas, puedan hallar soluciones coherentes, y sigan siendo barreras a la cohesión social, la estabilidad y una gobernanza robusta.
La encrucijada en que estamos
De un lado, está la senda de la división, la polarización y la fragmentación; la Bolivia escindida –un país no nación-: es quedar atrapados en un conflicto sin solución, de poderes enfrentados que se interponen y neutralizan mutuamente; encallados en el estancamiento económico y con esperanzas escurridizas de un mejor destino. No obstante, también podríamos intentar romper esa inercia. Este otro camino supone colocar en el centro de una nueva propuesta política las ideas de Nación e identidad nacional (el factor subjetivo y emocional que genera vínculos de confianza y crea capital social; tan necesario para la convivencia y el progreso, y tan ausente o precario en nuestro medio).
Es probable que un proyecto político así tendría el potencial de convocar y unir a los bolivianos; de articular una nueva mayoría social, política y territorial que acompañe el nuevo ciclo en ciernes, y sustente la recuperación plena del sistema democrático. Pero incluso esto no bastaría: necesitamos forjar un nuevo contrato social entre los bolivianos y entre el Estado con los ciudadanos y con las regiones. El contrato social implica construir consensos amplios sobre la dirección en que debe moverse la economía, reordenarse el sistema político, reestablecer el Estado de derecho, acometerse la reforma judicial y otras cuestiones vitales para poner al país en la ruta del cambio.
La pregunta es si los actores políticos, sociales y regionales tienen el convencimiento y la voluntad de forjar estos grandes pactos y acuerdos nacionales. Y si surgirá un liderazgo político visionario, perseverante y sagaz para promover tales acuerdos y para conducir las reformas económicas y políticas que nuestro país requiere.