Hannah Arendt, filósofa alemana, acuñó el término «la banalidad del mal» observando el mediático juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann, un burócrata nazi cuya mediocridad e incapacidad de reflexionar sobre sus actos atroces evidenciaban una alarmante normalización del mal. Arendt destacó que Eichmann no era un monstruo sádico; era más bien un hombre corriente que se limitaba a seguir órdenes sin cuestionar su moralidad. Esta reflexión resuena de manera inquietante con la situación de la administración de justicia en Bolivia, donde juristas, jueces y fiscales, a menudo carentes del más mínimo mérito intelectual, ejercen sus funciones con una escandalosa indiferencia al dolor y sufrimiento humano y una desmesurada conformidad al poder político.
En Bolivia, la justicia se ha convertido en una herramienta vergonzosa del poder político centralizado, donde casi todos sus operadores carecen de formación e independencia necesarias para ejercer con integridad sus labores. Este fenómeno no solo refleja la mediocridad profesional, sino también una peligrosa indiferencia hacia los principios de imparcialidad y equidad, similar a la falta de reflexión moral que Arendt observó en Eichmann.
La corrupción y la falta de mérito en el sistema judicial boliviano han creado un entorno donde la injusticia se normaliza. Los jueces y fiscales, en muchos casos, no son seleccionados por sus capacidades y conocimientos, sino por su lealtad al poder político. Este hecho recuerda la burocracia nazi, donde la obediencia ciega y la mediocridad intelectual permitieron la perpetuación de crímenes horrendos.
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La complicidad pasiva de estos funcionarios contribuye directamente a la implementación de un sistema corrupto e ineficaz. Tal como Eichmann se excusaba en que solo cumplía órdenes, estos operadores judiciales, a menudo, justifican sus acciones alegando que siguen directrices de «la ley». Esta falta de cuestionamiento y autonomía intelectual es un reflejo directo de la banalidad del mal que Arendt describe.
En un sistema judicial donde su administración se supedita a los intereses del poder, la mediocridad se convierte en la norma. Los profesionales juristas que deberían ser garantes de su adecuada administración se convierten, en meros ejecutores de decisiones políticas engendradas entre sombras y recovecos, sin la capacidad ni el interés de cuestionar la moralidad de sus acciones. Esta situación ayuda a perpetuar un ciclo de injusticia endémica en nuestro país, el cual socava la confianza pública y la legitimidad de nuestro sistema judicial.
La falta de rendición de cuentas es otro factor que contribuye a la banalidad del mal en la administración de justicia en Bolivia. Los jueces y fiscales pocas veces se enfrentan a las consecuencias por sus acciones, lo que perpetúa un ciclo de impunidad y mediocridad. Esta ausencia de responsabilidad refleja la falta de reflexión moral y crítica que Arendt observó en los burócratas nazis.
En este sentido, la participación ciudadana y la vigilancia social son cruciales para asegurar la rendición de cuentas en nuestro sistema judicial; es por ello que la sociedad civil tiene que estar empoderada para denunciar actos de corrupción y exigir una adecuada administración de justicia. Esta participación activa puede contribuir a desmantelar la banalidad del mal al promover una cultura de transparencia y responsabilidad en la administración de justicia.
En definitiva, la historia de la banalidad del mal nos enseña que la injusticia puede normalizarse cuando los individuos actúan sin reflexión. En Bolivia, esta lección es particularmente relevante para comprender cómo la mediocridad y la corrupción en el sistema judicial han creado un entorno donde la injusticia es norma aceptada. Combatir esta banalidad requiere un esfuerzo colectivo para promover la integridad profesional, la educación y la rendición de cuentas.
Marcelo Miranda Loayza, es Teólogo, escritor y educador