La leyenda de Santa Bárbara

 

El mirador Laikacota permite tener una vista privilegiada de la ciudad de La Paz (Bolivia) en un radio de 315 grados; desde allí puede apreciarse toda la región Oeste, San Jorge, Miraflores y la zona Sur, además permite apreciar ampliamente la figura del protector de la ciudad, el majestuoso Illimani, como también la afamada Muela del Diablo, que se encuentra orientada en dirección a las regiones más cálidas de la urbe. Laikacota deriva de dos voces aimaras, haciendo referencia al lago que existía en el lugar mucho antes de la llegada de los españoles.



Uno de los rasgos más interesantes de la historia de la ciudad, tiene que ver con la existencia de diferentes “ayllus” asentados en los alrededores del Valle de Chuquiago. Muchos de ellos han conservado sus nombres y perdurado a través del tiempo, tal es así, que todavía se conoce las zonas de “Achachicala” o piedra tuletar; “Challapampa o llano arenoso; Ch’ijini o lugar de verdes pastos, Churubamba o llanura de caracoles; KjilliKjilli o cuervos rojos; Llojeta que significaba suelo deslizado; Supfukachi o loma roída.

Entre todos estos lugares, existía un lugar hermoso, enigmático y esotérico, que servía para las prácticas tradicionales del culto a los dioses. Según se recoge algunos trabajos de investigación, el año 1540 tras la llegada de los españoles a las regiones del Collasuyo, Dn. Francisco Pizarro, Dn. Pedro de Valdivia y Dn. Gabriel de Rojas, conocieron el lugar mientras se dirigían a las arenas auríferas de Chuquiago y del “Orckojahuira”, descendiendo hacía los valles de “Potopoto”, para dirigirse hacia Caracato, Sapahaqui y Luribay, donde las familias más importantes de la época habían comenzado a asentarse en chacras y haciendas.

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La hermosa laguna de aguas diáfanas y serenas, tenía una forma ovalada, revestida en sus alrededores de abundantes pastos verdes, llantenes de hojas lanceoladas y florecillas multicolor. Disfrutaban sus aguas grupos numerosos de aves que proliferaban en sus alrededores. Durante los atardeceres se distinguían las formas humanas que se congregaban en aquel lugar, donde encendiendo fogatas comenzaban las practicas ancestrales de una suerte de sortilegios que se elevaban cual estrellas relucientes en el cielo.

Con el paso de los años la laguna “Laikacota” comenzó a ser frecuentada por los fundadores de la ciudad y todos quienes llegaban desde la península ibérica. Se veía en los alrededores damas y caballeros disfrutando de aquel oasis de la región para pasear, descansar, practicar actividades recreativas y de ocio. Se escuchaban las cuerdas de las guitarras, laudes y panderetas; bailaban con alegría los hidalgos y criollos agradeciendo a Dios por aquel lugar bendito. Lo que dejó de ser frecuente en los alrededores, fueron las visitas de los brujos y “achachilas” practicando sus ritos ancestrales.

Como solía ocurrir durante aquellos años, las historias de embrujamientos y prácticas satánicas no se dejaron esperar, muchas de ellas causaban terror y desasosiego. A raíz de aquella, las personas comenzaron a dejar de visitar la laguna, más allá de que las autoridades no lo hubiesen prohibido. Sin poder justificar las causas, la gente comenzó a tener un miedo cervino al transitar por aquel lugar, lo que obligó al Corregidor Fernando de los Ríos, ordenar que junto al camino se construya la iglesia de Santa Bárbara, allá por el año de 1557.

El 4 de diciembre como hacía todos los años, se celebraba la festividad de Santa Bárbara, santa cristiana y mártir venerada por la iglesia. Habiéndose consagrado un santuario en su honor en aquel sitio, las autoridades eclesiásticas decidieron trasladar los festejos hasta allí, aprovechando la oportunidad para que los feligreses recuperasen la tranquilidad y se olvidaran de aquellas historias que envenenaban su alma. La celebración transcurrió sin problemas, al caer la tarde comenzó a retirarse la gente, excepción de un pequeño grupo de hombres que se habían excedido en el consumo de vino.

Bien entrada la noche decidieron marcharse, para lo cual debían cruzar el camino en dirección opuesta a la ciudad. Viendo las aguas cristalinas, comenzaron a hacer mofa de las historias que se contaban. Uno de ellos envalentonado, desafió al resto a cruzar el lago a nado para ahorrar tiempo. Ninguno de los allí presentes estaba dispuesto a que lo considerasen un cobarde, por lo que dejaron que la insensatez responda por ellos. Iniciaron la carrera y todo parecía que terminaría normalmente. Pocos metros antes de tocar la orilla, una fuerte corriente interna los arrastró hasta el fondo, sin dejar ningún rastro.

Este acontecimiento dejó perplejos a los pobladores que se anoticiaron de lo ocurrido, por lo que quedaron turbados, abandonando cada vez más aquella región en las afueras de la ciudad, incluyendo el santuario. Tras volver el silencio, podían apreciarse nuevamente los fuegos ancestrales; las aves habían retornado a bañarse en aquellas aguas. A pesar de aquello, nada cambiaba en el imaginario de las personas, las autoridades hablaban del “Lago Embrujado”.

Una de esas noches extrañas que pasan siempre, el cielo se estremecía sobre el Illimani y resplandecían truenos y rayos cortando el cielo. El agua comenzó a caer en torrentes, batiendo y agitando las aguas de “Laikacota”. De todas partes corrían ríos caudalosos que desembocaban en aquella laguna convertida en mar bravío. La tierra comenzó a moverse y las corrientes internas engulleron el oasis, incluyendo la pequeña iglesia de Santa Bárbara. Lodo, piedras, grava y arcilla fueron arrastradas hasta que se perdió el último rastro de las aguas.

Finalmente la tormenta pasó. A medida que la luna se iba perdiendo en el horizonte y afloraba la luz del día, podían verse las últimas luces doradas acariciando la orilla de lo que alguna vez fue una hermosa laguna y donde sólo quedó destierro y olvido. En el firmamento flotaba una triste melancolía junto a una plegaria sórdida de los moradores de la región, sin embargo, entre los rostros de desolación de los hombres, el sol volvía a brillar como una promesa de esperanza.

Por: Carlos Manuel Ledezma Valdez, Escritor, docente universitario y divulgador histórico