Banalidad lucrativa

 

 



Hace un par de semanas, leí una noticia que señalaba que el futbolista Cristiano Ronaldo —después de estrenar su canal de YouTube—, en menos de quince días, alcanzó a tener 60 millones de seguidores. El portugués es el primer humano en llegar a los 1.000 millones de seguidores en redes sociales. El exjugador del Real Madrid alcanzó este hito al tener más de 639 millones de seguidores en Instagram, 170 millones en Facebook y 113 millones en X.

Solo como un ejercicio mental, para hacerlo en domingo, con la hamaca en movimiento: Cristiano Ronaldo podría fundar una religión al tener más partidarios, discípulos y admiradores que muchos cultos vigentes. Si comparamos sus millones de adeptos, con los esmirriados resultados de nuestro censo de población, es fácil entender la dimensión de lo que significa ser un influencer a nivel planetario.

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¿Por qué la gente se engancha, masivamente, con las publicaciones de estos personajes?, ¿cuál es el secreto para que lo que divulguen gane relevancia y popularidad en las plataformas digitales?, ¿qué tipo de contenidos compartidos son los más vistos?, ¿qué tanta capacidad tienen para influir en las opiniones, comportamientos y decisiones de sus seguidores?

Por lo que he estado leyendo e investigando, los influencers construyen una comunidad, que confía en sus recomendaciones, cuando comparten contenidos sobre temas específicos: moda, belleza, tecnología, salud, viajes o estilos de vida. Entre las principales razones de la fidelidad están: la conexión emocional, el entretenimiento y la confianza que generan. El contenido debe sentirse cercano, accesible y personalizado; y que, además, resuene con los intereses, aspiraciones o problemas cotidianos de quienes los siguen.

La autenticidad y cercanía son factores claves para que los seguidores sientan que “conocen” a la “persona detrás de una pantalla” como a un amigo y confidente, busquen sus recomendaciones, inspiraciones y tengan un sentido de pertenencia.

Las redes sociales ofrecen un escape de la pesada rutina diaria. El contenido ligero, entretenido o aspiracional que producen los influencers permite desconectarse de esa realidad. Las trivialidades, banalidades, e incluso chismes, tienen gran audiencia porque resultan fáciles de consumir, rápidos de entender y no requieren esfuerzo intelectual alguno. En un mundo acelerado y saturado de información, la gente busca contenidos para reírse, relajarse y distraerse, sin necesidad de reflexionar demasiado.

Muchos de estos “creadores de contenidos” comparten su día a día de manera directa —sin filtros ni ediciones previas—, lo que genera una “sensación” de transparencia que engancha a quienes los siguen. Aunque para algunos el contenido puede parecer banal, para una gran mayoría se convierte en una ventana a la vida de alguien a quien admiran o con quien se identifican y les permite ser testigos de su cotidianeidad. En definitiva, consumir estas publicaciones responde a la búsqueda de conexiones humanas, entretenimiento y simplicidad, en medio del mundanal ruido.

Según su alcance, existen diferentes tipos: microinfluencers (menos de 100 mil seguidores) y macroinfluencers (más de 100 mil). El vulnerable seguidor —potencial consumidor—, deja abierto un espacio que (¡cuándo no!) el marketing digital sabe aprovechar, porque es un canal diferente frente a la saturada publicidad tradicional. Las marcas “colaboran” con los influencers para promocionar productos o servicios, aprovechando esa capacidad para llegar a audiencias específicas, de manera orgánica y efectiva. La aparente puerilidad de los contenidos de esta “civilización del espectáculo” (Varguitas, dixit) sirve para un añejo, y a veces, peliagudo golazo: vender.

Alfonso Cortez

Desde mi barbecho

Comunicador Social