Por Mauricio Jaime Goio

Casi como una profecía autocumplida, la publicación de los resultados del censo boliviano de 2024 ha dejado a todo el mundo disconforme. Lo que pretendía ser una herramienta técnica y neutral para la planificación social y económica, se ha transformado en detonante de un conflicto más en la siempre convulsionada Bolivia. Tanto nadar para ahogarse en la playa.

El conflicto en Santa Cruz, donde los líderes regionales han acusado al gobierno central de manipular los resultados del censo, es una expresión de lo politizado del censo. Las protestas por los resultados, así como las demandas de una auditoría independiente, son clara expresión de la desconfianza en las instituciones del Estado, lo que es parte de un proceso global de crisis de legitimidad que afecta a muchas democracias contemporáneas.



En Bolivia, esta crisis se agrava por la histórica marginalización de ciertas regiones y la sensación de que el Estado no representa los intereses de todos sus ciudadanos de manera equitativa. A pesar de las suspicacias, y el entredicho en que han quedado los resultados, los números dan cuenta de un gran tema, que está generando mucho ruido: la relación entre lo rural y lo urbano.

La migración campo-ciudad ha cambiado drásticamente la composición demográfica de Bolivia.

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A primera vista, podríamos hablar de un proceso natural de urbanización, en línea con la tendencia mundial. Sin embargo, en el contexto boliviano, se asemeja más a un proceso de colonización interna, donde el Occidente rural, históricamente más poblado y políticamente dominante, ha comenzado a expandirse hacia el Oriente más próspero.

Este flujo migratorio no es solo un desplazamiento físico, sino, además, cultural. Las ciudades del Oriente, especialmente Santa Cruz de la Sierra, se han convertido en receptores de una migración masiva desde las áreas rurales del occidente, que traen consigo una cosmovisión marcada por la tradición campesina e indígena andina. Esto ha generado un choque entre las identidades urbanas emergentes del Oriente y las raíces rurales del Occidente, produciendo una crisis de integración y de pertenencia.

Los migrantes mantienen vínculos con sus comunidades rurales de origen y aunque viven y trabajan en las ciudades, su participación social, política y cultural sigue anclada en el campo. Este tipo de migración crea tensiones en las ciudades receptoras, que ven a los migrantes como gente distinta, que no terminan de integrarse. La falta de una integración plena alimenta una sensación de invasión cultural y económica en regiones como Santa Cruz. Esta permanencia de lazos con sus comunidades rurales plantea interrogantes sobre la capacidad de las ciudades para integrar plenamente a estos nuevos residentes.

El censo de 2024 (en lo bueno y en los malo; en lo que resulta y en lo que falla) es el reflejo de una Bolivia profundamente fragmentada. Una sociedad que aún no ha logrado resolver las tensiones entre sus diversas identidades regionales y culturales.

La urbanización ha transformado el país, agudizando las divisiones entre lo rural y lo urbano, entre el Occidente y el Oriente, entre los migrantes y las poblaciones locales.

Si se pretende construir una sociedad más justa y cohesionada, será necesario enfrentar de manera frontal estas tensiones, reconociendo la riqueza en la diversidad, y crear políticas que promuevan la inclusión y la integración, en lugar de perpetuar las divisiones.