La única cosa cierta del Gobierno masista – tanto de Evo Morales como de Luis Arce – es que ambos se caracterizaron por ser o torturadores o verdugos del país. Y lo hacen, de manera constante y hasta casi religiosa. Su postura siempre fue el de extremar cualquier cosa; es decir, extremar la violencia del Estado, la violencia política, la violencia de la ignorancia, la violencia de un falso indigenismo; extreman la defensa de la violencia económica en contra del sector productivo del país, aplican una inusitada intimidación impositiva y judicial; hacen un uso indiscriminado del crimen penal de usurpación de tierras del oriente. Defienden el crimen de cientos de chaqueadores contra el equilibrio medioambiental de los humedales de Santa Cruz, sólo por ser sus hordas. Porque, ojo, no son agricultores, son avasalladores.
Promueven la violencia sindical, la intimidación discursiva desde sus curules. Se jactan de perseguir, amilanar, judicializar a la oposición. Se relamen cuando hablan de un falso socialismo y embisten con toda su rencor y mediocridad contra el sector privado, enfrentando a las empresas estatales corruptas y deficitarias con la innovación y productividad privada. Llaman a bloqueos, marchas y constriñen la libre circulación, el normal desarrollo de actividades económicas formales, académicas y frenan miles de agendas de trabajo y crecimiento en beneficio directo de la economía formal. Rompen con el orden establecido y sus catervas aseguran estar por encima del resto de los ciudadanos bolivianos.
Nacieron, en extremo, violentos y, seguramente, morirán siendo violentos. Jamás serán proactivos, propositivos o, mejor aún, constructores del desarrollo económico de Bolivia. Y no lo serán nunca porque jamás lo fueron. Saben lo que es cooptar cargos públicos. Conocen muy bien el hecho de vivir a costa de sueldos públicos y quebrar presupuestos que vienen del Tesoro General de la Nación. Jamás administraron bien, aunque sea, un pequeñísimo proyecto económico. BOA y YPFB son dos claros ejemplos de la mayor ineficiencia del sector público.
Entonces, cabe escudriñar qué significa esto de ser torturadores y verdugos habituales en contra de toda una sociedad.
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Lo primero que debemos entender es que, desde tiempos antiguos, nadie estaba dispuesto a ejercer el rol de verdugo. Primero, obviamente, por lo complejo y delicado del trabajo. Asesinar a personas del vecindario, de la villa, del poblado o a propios familiares, a simple orden o capricho de las autoridades, religiosas o burguesas, no era algo atractivo. De ahí la capucha. Incluso Aristóteles (en su libro Política. Libro VII, cap. 5) plantea que ningún hombre de bien aceptaría tal oficio, por lo que delegar ese cargo a un hombre corrupto, sería muchísimo más peligroso. Aquí tenemos una gran pista, sobre este oficioso rol de verdugo. Ningún profesional o persona honesta, en su sano juicio, estaría de acuerdo en robar y quebrar instituciones públicas a su cargo, para matarlas por ideología o por instrucción política. No le cabría en la cabeza hacerlo. Por principios y valores. Y, además, porque, seguramente, de hacerlo, se sentiría humillado y compelido a sufrir todos los días, con sus noches, un pesado cargo de conciencia.
Pero, en todo esto, también hay una segunda lectura. Y es que, así como el cura, el militar y el magistrado son necesarios en una sociedad – para bien o para mal -, por otro lado el verdugo se convierte en una especie de sostén de equilibrios morales. Sino te remites al cumplimiento de la ley o del orden religioso o militar, tu cabeza será cortada. Entonces, el temor a ser decapitado o que le rompan el cuello de un palo en alto era más amenazante, que romper la norma. El problema radica en el abuso de este rol de fiscalizador y cuando se emprende una desquiciada cacería de brujas contra todos aquellos que, osen mirar feo al gobernante de turno o al dirigente o sindicalista corrupto. Nadie se salva. Y acá es donde estamos en Bolivia y, sin duda alguna, también en Nicaragua, Cuba, Venezuela, Corea del Norte, Rusia, Irán y China. Países donde sus gobernantes no tienen el más mínimo remilgo en descabezar a aquellos que están en contra de sus liderazgos tóxicos. De hecho, incluso, en la antigüedad, nadie quería que sus bienes, desde aquellos simples como la aldaba de la puerta de casa, copas o platos de madera, hasta escudos y espadas, sean tan sólo tocados por estos verdugos, porque la creencia de la caída de una maldición era enorme. Eran los leprosos de la época. Y, como lo son ahora, a nadie, en su sano juicio, quisiera que lo asocien con el masismo o con el arcismo, o, peor aún, con el evismo.
También están los torturadores. Esta categoría, es más profunda que la del verdugo ejecutor obligado por una autoridad. El torturador es otra especie. Es otra clase de ser humano. Y es de los más viles porque disfruta lo que hace. Goza del sufrimiento ajeno. Del drama y dolor que provoca. Entra en éxtasis cuando infringe dolor al otro. Es su elan vital. Su esencia. Torturar es su más grande gloria. Y acá están los más grandes miserables como Hitler, Mussolini, Stalin, Lenin, los talibanes, los de jizbulá, los de hamás, que se escudan en guarderías, hospitales y viviendas pobres para no ser bombardeados después de asesinar a mansalva.
Son muchos los políticos que gozan de las penurias de un pueblo y hacen política barata sobre ese dolor. Miren a Maduro a Ortega a Diaz-Canel. Son la escoria misma. Y en nuestras fronteras son muchos los que no escapan también a esta categoría. Están los que se maravillan con los incendios para ganar votos. Gozan con el quiebre de la economía, con el desempleo, con la incertidumbre, porque quieren pescar algo del revuelto. Del vómito. Estos son los peores. A quienes todos, como sociedad, debemos frenar, con todas nuestras fuerzas. Porque no les importa nada. Sólo su placer de ser sádicos y cínicos.