El escritor checo, Franz Kafka, en las primeras líneas de su libro, “La metamorfosis”, nos cuenta que “cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto”. A partir de ahí, como podría ser previsible, todo cambia en la existencia del buen hombre; pero, lo más absurdo es que la principal preocupación de Samsa es que va a llegar tarde al trabajo.
En otro libro, “El proceso”, Kafka explora los laberintos de la burocracia y la alienación del individuo dentro de sistemas opresivos: Josef K., un empleado bancario que se encuentra súbitamente envuelto en un enigmático proceso judicial —sin saber de qué se le acusa—, se ve arrastrado a un mundo absurdo, donde las reglas son incomprensibles y la justicia parece inalcanzable.
A partir de la atmosfera de estas novelas de Kafka, y algunos otros detalles personales de la vida del escritor checo, se dice que una circunstancia resulta “kafkiana” cuando se nos muestra opresiva y compleja en exceso, con altas cotas de absurdidad. En una situación kafkiana pasa algo ilógico, casi surreal, que puede tener componentes escalofriantes y se convierte en una pesadilla para quien la sufre.
Esa alienación e impotencia frente al sistema, lo vive una buena amiga que, después de un sueño tranquilo, se despertó una mañana con las cuentas bancarias congeladas: hechas las pesquisas, debido a una demanda por impuestos municipales impagos, los fondos de sus cuentas estaban retenidos. Hace una veintena de años, ella y sus hermanos vendieron un inmueble heredado en La Paz a otros dos compradores. En la transacción se dividió el terreno con dos códigos catastrales que tienen sus impuestos al día; pero, sin dar de baja el código madre. Esa propiedad original, ahora dividida, que dejó de ser suya, acumuló una deuda con multas e intereses que, después de dos años de pagar abogados, tramitadores, memoriales, viajes, legalizaciones, “agilizaciones” y extorsiones, continúa siendo el motivo de pesadillas nocturnas y fondos confiscados.
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Otro caso del absurdo: el nombre de un colega apareció en el listado de deudores morosos del municipio cruceño. Averiguados los pormenores, era un inmueble que había vendido hace una década, y ya había pasado por dos nuevos dueños; y que además, tenía sus impuestos al día. Al solicitar un “Certificado Negativo Nacional” —documento que señala todas las propiedades registradas a su nombre—, el juez registrador de Derechos Reales certificó que el solicitante tiene inscritos derechos propietarios sobre una decena de bienes que él desconoce, y el inmueble en cuestión, ni siquiera aparece en ese listado. El colmo de la irracionalidad es que ahora debe buscar la manera de dar de baja un activo que ya vendió, y otros que nunca compró, pero que en Derechos Reales figuran a su nombre.
Un tercer ejemplo, de los muchos que podría enumerar: un amigo, cuando estaba soltero —hace más de treinta años—, vendió un viejo coche, el comprador no completó los trámites de transferencia y los documentos que registran la transacción se los comieron los turiros. Ahora, cuando probablemente ese automotor es una chatarra que se oxida por ahí, porque según el sistema B-Sisa de la Agencia Nacional de Hidrocarburos, hace décadas que no hay registro de que hubiese comprado gasolina en un surtidor, el bólido sigue acumulando deudas por el impuesto a la propiedad de vehículos automotores. Al no tener documentación alguna para darlo de baja, le han sugerido que lo reporte como robado, y así desaparece de su vida, pero igual tiene que pagar todo lo adeudado.
Estos sinsentidos, carentes de toda lógica, exhiben el poder arbitrario e injusto de una burocracia compleja, irracional y deshumanizada que atrapa al indefenso ciudadano en terroríficos laberintos que, de no ser reales, serían risibles. Si asociamos los desvaríos de la ficción del escritor checo a la idiosincrasia local, Bolivia —surrealista, absurda y angustiosa— sería un escenario perfecto para sus historias. Adaptando una frase que cada país hispanoamericano hace suya: “si Kafka hubiese sido boliviano, sería un escritor costumbrista”.
Alfonso Cortez
Comunicador Social