En algún momento de la vida, la sensación de que el cuerpo ya no responde como antes se convierte en una realidad ineludible. Las lesiones, los resfriados o incluso una noche de copas comienzan a dejar una marca más profunda y duradera. Y aunque muchos podrían atribuir este cambio simplemente al paso del tiempo, la ciencia ahora arroja luz sobre lo que realmente está ocurriendo en nuestros cuerpos a medida que cruzamos la barrera de los 40 años.

La resiliencia biológica, esa capacidad inherente que tenemos para recuperarnos del estrés físico y mental, comienza a disminuir. Es como si de repente nos enfrentáramos a un cuerpo que ya no se repara con la misma rapidez y eficiencia que solía hacerlo. La doctora Heather Whitson, investigadora del Centro de Envejecimiento de la Universidad de Duke, señala que «hay momentos en los que todo el sistema parece sufrir un cambio de vibración», un ajuste radical que se manifiesta a menudo en esta etapa de la vida.

Y no es una simple observación anecdótica. Un estudio reciente de Stanford Medicine demuestra que el envejecimiento no sigue una línea recta, sino que se dan dos grandes olas de cambio biomolecular alrededor de los 44 y de los 60 años. Estos puntos de inflexión desencadenan un reordenamiento interno en nuestro organismo, desde la forma en que procesamos el colesterol hasta cómo el cuerpo responde a una simple caminata.



Pero lo físico es solo una parte de la ecuación. En la mediana edad, muchos se encuentran en lo que se ha denominado la generación sándwich, atrapados entre el cuidado de sus hijos y el de sus padres mayores, sumando responsabilidades laborales y personales. Este coctel de exigencias genera una presión psicológica significativa, que afecta directamente la capacidad de recuperación física. La doctora Sarah Nosal, presidenta de la Academia Estadounidense de Médicos de Familia, sostiene que “la salud mental y el bienestar tienen un impacto real en la salud física”, influenciando desde la presión arterial hasta el aumento de peso.

La caída de la masa muscular (entre un 3% y un 8% por década a partir de los 30) es otro de los grandes marcadores del declive físico. A medida que el músculo disminuye y la grasa aumenta, la movilidad se ve afectada y el riesgo de caídas y lesiones se incrementa. Por si fuera poco, la acumulación de medicamentos, comunes en esta etapa, puede agravar estos efectos, haciéndonos más propensos a enfermar.

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Pero no todo está perdido. Los expertos coinciden en que mantener buenos hábitos de salud es clave para envejecer con mayor fortaleza. Priorizar el sueño, minimizar el estrés y hacer ejercicio regularmente pueden marcar una diferencia crucial en cómo enfrentamos los desafíos físicos que el tiempo impone. La ciencia también sugiere que pequeñas dosis de estrés físico, como el ejercicio, pueden fortalecer nuestro cuerpo para responder mejor en el futuro. Lo llaman hormesis, una especie de entrenamiento de resiliencia a nivel biológico.

Envejecer es inevitable. Por mucho que nos esforcemos, no hay caminos alternativos. Son sendas por las que todos debemos transitar. La realidad es que cada signo de fatiga parece el eco de un cuerpo que ya no se repara al mismo ritmo. No nos queda más que aceptar que nuestra fortaleza, antes inquebrantable, es ahora un delicado proceso de adaptación a las nuevas reglas del juego biológico.

Por Mauricio Jaime Goio.