Fuente: https://ideastextuales.com



Los economistas Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson han dedicado décadas a iluminar este punto, lo que les ha valido el Nóbel de Economía 2024.  Su investigación ha cambiado el enfoque en los debates sobre la desigualdad global.

Para estos autores la clave del desarrollo económico no se encuentra en la geografía, la cultura o el clima, como se pensaba durante gran parte del siglo XX. Su mirada se centra en cómo las sociedades estructuran sus instituciones políticas y económicas. En el centro de su análisis está la premisa de que las instituciones inclusivas, aquellas que garantizan los derechos de propiedad, el Estado de derecho y la participación política, generan el ambiente propicio para que las personas innoven, emprendan y prosperen. En contraposición, las instituciones extractivas, diseñadas para servir a una pequeña élite, sofocan el crecimiento y perpetúan la desigualdad.

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El impacto de esta investigación va más allá de la academia. En una era marcada por la creciente disparidad entre ricos y pobres, estos Nóbel han aportado a una comprensión crucial de por qué algunos países logran escapar del círculo vicioso de la pobreza, mientras otros permanecen atrapados. Su obra, entre otras, ofrece un espejo crítico que refleja los desafíos económicos y políticos que enfrentamos en el siglo XXI.

El trabajo de James A. Robinson, uno de los galardonados, sobre Colombia, es un ejemplo de cómo funciona este modelo de análisis. Robinson ha pasado años investigando la historia y las instituciones de este país sudamericano. En su influyente ensayo Colombia: ¿Otros 100 años de soledad?, desentraña las complejidades de una nación atrapada en una maraña de desigualdad, violencia y corrupción, alimentadas por instituciones extractivas que han dado forma a su historia.

A principios de los 2000, Colombia era una nación al borde del colapso, con la tasa de homicidios más alta del mundo y una industria del narcotráfico que se extendía como un cáncer por todo el territorio. La guerrilla controlaba amplias regiones rurales, mientras que las élites políticas en Bogotá operaban en una burbuja urbana, delegando el control de las zonas rurales a caciques locales. Este sistema, que Robinson describe como un «gobierno indirecto», refleja de manera casi perfecta lo que Acemoglu, Johnson y Robinson han catalogado como instituciones extractivas: estructuras que perpetúan la pobreza al permitir que una pequeña clase dirigente saque provecho de los recursos mientras la mayoría sufre.

El trabajo muestra cómo las élites locales en Colombia han encontrado conveniente mantener el caos en las regiones periféricas, utilizando la violencia y el narcotráfico como mecanismos de control. Este tipo de instituciones, que datan de la época colonial, no han permitido a la mayoría de la población acceder a oportunidades económicas o políticas. A pesar de algunos avances económicos en las últimas décadas, como el aumento de la inversión extranjera y el crecimiento del PIB, las raíces del problema siguen presentes.

Lo que resulta fascinante del caso colombiano es cómo las élites políticas han perpetuado este modelo, aliándose con actores armados y manipulando los sistemas electorales para su beneficio. La colusión entre política y violencia no es un fenómeno único en América Latina, pero en Colombia ha alcanzado niveles que dificultan cualquier posibilidad de reforma. Al igual que en muchos otros países con instituciones extractivas, la desigualdad se mantiene no por falta de recursos, sino por el diseño mismo del sistema.

Acemoglu, Johnson y Robinson, además, advierten que en un mundo donde las tecnologías emergentes, como la inteligencia artificial, están cada vez más concentradas en manos de una élite tecnológica, el riesgo de que se desarrollen nuevas formas de instituciones extractivas es alto. La concentración de poder económico en pocas manos, si no es controlada por instituciones democráticas inclusivas, podría amplificar las desigualdades y erosionar las bases mismas de la democracia.

Las transiciones hacia instituciones inclusivas no es un imposible. En muchos casos, son precisamente las presiones sociales y los movimientos democráticos los que impulsan los cambios institucionales necesarios para fomentar el desarrollo inclusivo. La historia está llena de ejemplos de cómo los pueblos han luchado por reformar sus sistemas políticos y económicos, rompiendo los ciclos de pobreza y opresión.

En este sentido, su investigación no solo explica por qué fracasan los países, sino que también proporciona un marco para entender cómo pueden triunfar. El camino hacia una mayor equidad y desarrollo económico pasa por fortalecer las instituciones que garantizan que las oportunidades no estén reservadas para unos pocos, sino accesibles para todos. El futuro de la economía mundial dependerá de la capacidad de las sociedades para construir y mantener instituciones inclusivas que promuevan el bienestar de la mayoría. El desafío de transformar las instituciones está, como siempre, en manos de la humanidad. Lo cuál no deja de ser una muy buena noticia.

Por Mauricio Jaime Goio.