Son tiempos de corrección política, donde las palabras se escogen con pinzas y los temas incómodos se esconden bajo la alfombra. Por eso no es raro enterarse que el teatro, ese espacio que antaño encarnaba la rebeldía y la provocación, hoy se aleja de uno de sus autores más incómodos y desafiantes: William Shakespeare. El mismo cuya obra ha sobrevivido siglos, desde reyes hasta revoluciones, parece hoy ser víctima de una especie de exilio artístico. En Estados Unidos han reducido considerablemente la programación de sus obras, señal de una nueva reticencia hacia un autor que, en su momento, no dudó en exponer las verdades más incómodas del poder, el deseo y la traición.

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Drew Lichtenberg, productor artístico, en un interesante artículo publicado por The New York Times, señala que esta tendencia responde, en parte, a un fenómeno cultural donde los temas sensibles se evitan para no incomodar a las audiencias. Lo que queda es un teatro “seguro”, donde se apuesta por obras que no generen conflictos ni cuestionamientos profundos, que permitan salir del recinto con una sonrisa complaciente en lugar de una inquietud punzante.

En este contexto, no es difícil ver cómo Shakespeare resulta “peligroso” para la mentalidad actual. En un momento donde los discursos dominantes nos animan a ser optimistas, a creer en una realidad donde los trances pueden resolverse sin dolor, sus creaciones nos devuelven el eco del conflicto humano en toda su crudeza. Su obra es incombustible porque se atreve a desenterrar lo peor y lo mejor del ser humano, sin concesiones. Y aquí radica la paradoja. Mientras nos vanagloriamos de haber superado los prejuicios, evitamos “El mercader de Venecia”, que explora sin filtros el antisemitismo y el odio; mientras proclamamos un mundo igualitario, pasamos de largo “La fierecilla domada”, que expone las tensiones de género sin camuflaje. ¿No será que le tememos a Shakespeare porque su lucidez no nos deja tranquilos?

Es indudable que sus textos actúan como un espejo que muestra las sombras de nuestras propias contradicciones. En “Macbeth” y “Hamlet” nos obliga a mirar de cerca cómo la ambición, el poder y la traición se entrelazan hasta destruir a los protagonistas, enseñándonos que el poder, cuando carece de responsabilidad, se convierte en una fuerza que consume y destruye a todos a su paso. Para una sociedad como la nuestra, en la que el poder sigue siendo objeto de culto y codicia, sus palabras son una amenaza constante.

A lo largo de los años, los teatros y las audiencias han recurrido a la reinterpretación de Shakespeare como una forma de adaptar su crudeza a sensibilidades más modernas. Algunos podrían decir que esta reinterpretación lo mantiene vigente, pero, en muchos casos, el resultado es una versión diluida, donde el conflicto y el dolor se suavizan para evitar herir sensibilidades. La realidad es que, hoy en día, muchos montajes se convierten en ejercicios de censura encubierta, donde su obra de se adapta hasta perder su esencia, dejando que el eco de sus palabras resuene solo en el vacío.

 Puede ser que al evitarlo estamos evadiendo mirarnos al espejo. Como sociedad, renunciando a la oportunidad de observar nuestras propias sombras en escena y de preguntarnos si, de alguna forma, no estamos condenados a repetir los mismos errores que sus personajes. Shakespeare sigue siendo ese artista que, en cada uno de sus versos, nos confronta con la realidad que preferimos no escuchar, esa misma realidad que sigue, inexorable, quemando en nuestras conciencias.

Por Mauricio Jaime Goio.