Hemos migrado de la democracia a la sociedad perezosa de la emocracia


Estas dos últimas generaciones – la millennial y la Z – deben ser las más perezosas cerebralmente. No son capaces de retener un mínimo de información. De recordar un dato pequeño. Incluso no tienen aquella capacidad de dictar un número de teléfono celular. La retención de información es prácticamente nula. Y lo son por culpa de los buscadores en redes y, ahora, de la IA, que empuja a las nuevas generaciones al fast food (comida rápida) cerebral. Están atrapados en la sociedad de la pereza. De la holgazanería intelectual. El pensamiento debe ser brevísimo. Tanto o más que un diminuto tuit. Un párrafo es ya un insulto o una afrenta mental. A ese nivel de despropósito hemos llegado.

Los algoritmos se anticipan a los deseos, a los estados de ánimo; construyen burbujas informativas digitales que aíslan o adormecen a las personas y las transforma en vegetales que sin acceso a internet estarían retrocediendo, prácticamente, a la edad de piedra. Sin exagerar. Haga la prueba de desconectar su buscador un día entero. Pase de evitar consultar a su móvil en búsqueda de un dato, nombre, número o documento. No podrá hacer prácticamente nada. Estará atrapado y su cerebro no será capaz de avanzar en la toma de una simple decisión: cómo llego a un lugar o cuál es el número de mi esposa o de mi hijo. O cuál era el dato que requiero para armar un proyecto. A qué hora tengo la reunión con el jefe.

Usted habrá sido – o está siendo – víctima de la sociedad perezosa.



Y esto es gravísimo porque es como el colesterol de nuestras conversaciones interpersonales. Cada vez somos una sociedad más homologada, previsible, homogeneizada. No hay diferencias, unicidades. Distinciones. Hay masa estereotipada subyugada por el algoritmo.

Ahora ya no hay tiempo de la digestión lenta y pausada de conocimiento. Todo es instantaneidad conceptual. Siempre la pereza ganará. Y esta cultura de la flojedad mental ha anulado la criticidad social que se basa en el análisis de tendencias económicas, políticas, culturales y sociales. Los ciudadanos ya no son capaces de distinguir entre una u otra oferta electoral. Ni siquiera de diferenciar una simple característica individual de otra. La racionalidad selectiva ha sido reemplazada por la emocionalidad selectiva.

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Esta nueva cultura democrática – efímera e instantánea -, está prisionera, también, de una sociedad fragmentada, con audiencias múltiples y contradictorias y con una preocupante ausencia de reflexión serena y evaluativa.

La democracia se caracteriza hoy por un vínculo estético y emocional, antes que ideológico o racional. Nadie, salvo unos poquísimos académicos, sabrán distinguir entre una y otra ideología. Entre una y otra postura programática. Sólo pregunté lo siguiente: ¿Quién leyó el programa político de uno u otro candidato? Nadie. Quizás ni el propio candidato lo hizo o lo sabe. Está más pendiente del TikTok o de la selfie para Instagram.

Son tiempos de la devaluación del experto. Del especialista. Del letrado.

Vivimos tiempos de banalización política donde el efecto like (me gusta) ha desplazado casi radicalmente al efecto think (racional) y esta distorsión provoca una peligrosidad democrática que es la de que el electorado elegirá no necesariamente al candidato idóneo para generar bienestar social o control y fiscalización, sino más bien, optará por el que tenga una cercanía sentimentaloide o más likes en las redes sociales. Es un ahuecamiento de la democracia y del grave peligro al que estamos sometidos quienes distinguimos entre un candidato demagogo de uno serio. Si es que hay uno medianamente potable, en estos momentos preelectorales.

Entonces de lo que se trata hoy es de aplicar estrategias basadas en la neuro política. Aquella dinámica que “vende” candidatos que la sociedad prefiere sentir antes que escuchar. Es una disciplina, que, aunque parecería nueva, es bastante vieja. A lo largo de los años y siglos, siempre la política se ha manejado muy bien entre las emociones y las razones. Es un péndulo que siempre estuvo en movimiento. La diferencia es que hoy, con las redes sociales, la hiperconectividad y la infoxicación, los políticos están sobreexpuestos y saben que deben hacer bailes ridículos en las plataformas o híper condensar sus mensajes, a la espera de “cazar” likes. Lo que no significa, de ninguna manera, que se traduzcan en votos reales. Esta es otra de las trampas de la política del TikTok.

Si a todo esto le sumamos el hecho de que nuestro cerebro toma decisiones inconscientes en más de un 87%, estamos apelando – con muchísima suerte – apenas a un 10% de la racionalidad de un elector. Por eso se entiende que se elija a malos candidatos, malos alcaldes, malos gobernadores y, por supuesto, malos presidentes. Por eso, la norma en política es y siempre será que, para llegar al cerebro de un elector, sólo será posible a través de su corazón, de su estómago o de sus vísceras. Pero, jamás, a través de lógicas bien razonadas o programas sesudos.

Javier Medrano

Licenciado en periodismo y Ciencias Políticas de la Universidad Gabriela Mistral de Santiago, Chile.


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