En este escenario, la teoría de la capacidad de carga (un concepto que alerta sobre los límites físicos y ecológicos que los ecosistemas pueden soportar) se convierte en una muy buena herramienta para entender la dinámica política y social que está redefiniendo esta región.

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El concepto de capacidad de carga fue popularizado por ecologistas como Paul Ehrlich y Garrett Hardin. Ehrlich advirtió que el crecimiento descontrolado de la población, combinado con el consumo excesivo de recursos, podría llevar a la devastación ambiental. Por su parte, Hardin destacó que los recursos comunes tienden a ser sobreexplotados cuando no existen mecanismos efectivos de regulación. Ambos conceptos han sido retomados en el campo de la sostenibilidad, destacando que cualquier sistema, social o natural, tiene un límite en cuanto a lo que puede soportar antes de colapsar.

Desde esta perspectiva, la región enfrenta hoy una paradoja: la expansión agrícola, vista como el motor del desarrollo económico, está degradando los suelos, destruyendo bosques y alterando los ciclos ecológicos. En medio de esta situación, los migrantes provenientes del Occidente boliviano (campesinos que huyen de la pobreza y de la falta de tierras en los Andes) traen consigo una nueva presión sobre el territorio, junto con una cultura de uso intensivo de la tierra que contrasta con las prácticas tradicionales del Oriente.

El choque cultural es evidente considerando la forma en que las tierras son gestionadas. Las comunidades indígenas originarias han practicado durante siglos una relación de respeto y sostenibilidad con la selva. Para estas comunidades, la tierra no es solo un recurso económico, sino parte integral de su cosmovisión. El bosque, los ríos y los animales son vistos como parte de un todo que debe ser cuidado para garantizar la vida de futuras generaciones.

La llegada masiva de campesinos andinos ha instaurado un nuevo paradigma: la tierra se convierte en un activo que debe ser explotado al máximo para generar ingresos inmediatos. Estos migrantes, habituados a sistemas agrícolas más intensivos en las tierras altas, traen consigo prácticas como la quema de bosques para la creación de tierras de cultivo, lo que está contribuyendo a la acelerada deforestación de la región.

El conflicto entre dos formas de ver y manejar los recursos ha sido una de las principales causas de la crisis ambiental en la región. Mientras los grandes actores agroindustriales también promueven la expansión de monocultivos como la soja, las tierras ocupadas por migrantes a menudo son sobreexplotadas, sin una planificación adecuada o un manejo sostenible. La degradación resultante, desde la pérdida de biodiversidad hasta la erosión del suelo, es solo una manifestación más de la transgresión de la capacidad de carga de los ecosistemas locales.

En todo esto, el Estado boliviano ha jugado un papel contradictorio. Por un lado, promueve políticas de expansión agrícola como un motor de crecimiento económico, incentivando la ocupación de tierras en el oriente bajo la lógica de la «integración nacional». Esto fomenta la migración interna y la conversión de vastas áreas de bosque en tierras de cultivo. Y, por otro lado, se enfrenta a las consecuencias de una capacidad de carga sobrepasada, con la degradación del medio ambiente y el aumento de los conflictos sociales entre comunidades indígenas, migrantes y grandes empresarios.

Al ignorar los límites naturales de la región, las políticas públicas han permitido la destrucción acelerada de los bosques, comprometiendo el futuro de la región y de las comunidades que dependen de estos ecosistemas para su sustento. En lugar de implementar una estrategia de manejo sostenible, el gobierno ha priorizado los beneficios económicos a corto plazo, con el consiguiente impacto en la capacidad de carga de la región.

Los incendios forestales han devastado más de 10.000.000 de hectáreas en las tierras bajas de Bolivia: el 40% son bosques primarios.

El resultado es un ciclo vicioso: cuanto más se deforesta, menos tierras fértiles quedan disponibles, lo que impulsa a los agricultores a expandirse aún más, quemando nuevas áreas de bosque para mantener la producción. Este ciclo de expansión y degradación sólo tiene consecuencias ecológicas, sino políticas. Las comunidades locales, en especial las indígenas, han sido desplazadas y marginadas. Paradójicamente, lo que se reclamó a 500 años de la conquista de América, lo está reproduciendo el Estado boliviano en la región con su política de colonización.

Esta crisis nos plantea una cuestión crítica: ¿cómo gestionar un territorio que ya ha superado sus límites ecológicos, en un contexto donde las presiones económicas y sociales solo aumentan? La teoría de la capacidad de carga nos recuerda que existen límites físicos a lo que el planeta puede soportar. Ignorar estos límites es comprometer no solo la estabilidad ambiental, sino también la justicia social y la viabilidad económica a largo plazo. Repensar el uso de la tierra implica más que limitar la expansión agrícola. Significa reconocer que los recursos naturales son finitos y que cualquier estrategia de desarrollo debe considerar poner límites. Implica también integrar a las comunidades locales en el proceso de toma de decisiones, reconociendo sus conocimientos tradicionales y su derecho a un futuro sostenible. Y, sobre todo, significa que el Estado boliviano debe asumir un papel más activo y responsable en la regulación del uso de los recursos, estableciendo políticas que respeten los límites de la capacidad de carga de los ecosistemas y promuevan un desarrollo verdaderamente inclusivo y sostenible.

En este momento crítico, no se puede permitir seguir por el camino de la explotación desmedida. El futuro depende de una gestión territorial que respete tanto la fragilidad ecológica como la diversidad cultural que caracteriza a este vasto y vital territorio.

 

por Mauricio Jaime Goio.