La delirante vida de un dictador

 

Cuentan las crónicas del 24 de noviembre de 1938 que, en la dacha (casa de campo) de Lósif Stalin, el dictador pasó la noche entera revisando una lista de tres mil ciento setenta y ocho personas condenadas a muerte. Ese lugar donde la paranoia lo mantenía confinado, protegido por cañones antiaéreos y una fuerza de seguridad de trescientos soldados, fue el lugar de las más delirantes acciones en contra de la dignidad y la vida humana. Nadie podía entrar en la dacha sin permiso expreso del dictador, “so pena” de ser eliminado.



Lósif Stalin, frío, metódico y calculador; Muammar Gaddafi, depravado, perverso y megalómano; Idi Amin Dada, impulsivo, supersticioso y despiadado, son algunos de los rasgos que distinguen la psicopatología de un dictador. La dictadura es una forma de gobierno en la cual el poder reside en una sola persona o élite, en la que la división de poderes está ausente. Los dictadores por lo general son hombres con una función cerebral carente de equilibrio y en la que la sed de poder de un individuo puede hacer añicos toda la ilusión de un pueblo.

La personalidad de un tirano sigue patrones recurrentes, desde Julio César, Mussolini, Francisco Franco, pasando por Adolf Hitler, Anastasio Somoza, Omar Torrijos, Antonio Noriega, Hugo Chávez, los hermanos Castro, entre muchos otros que someten a su gente a un régimen autoritario donde los derechos fundamentales no existen. El dictador sólo quiere el poder absoluto y cuando lo consigue, no está dispuesto a renunciar a él. Llevan una vida ostentosa, en la que sólo vale el poder, únicamente interesa el poder total y absoluto.

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Estos gobiernos totalitarios someten al pueblo a vivir una pesadilla moral y física que los mantiene aturdidos. Los mecanismos de defensa ante el terror y la opresión a la que son sometidos los ciudadanos, se pierden, orillándolos a confrontar con su propio entorno, amigos, familiares o conocidos, debido a que viven cotidianamente con la idea de la sobrevivencia. Para las personas condenadas a vivir bajo este régimen, salvar la vida es lo único importante ante el hostigamiento del poder que se extiende mediante sus acólitos y allegados. El estado de indefensión es tan abrumante que se pierde la posibilidad de crear mecanismos de defensa y se naturaliza el infierno.

A los sesenta años Stalin se encontraba en la cúspide del poder, lo controlaba absolutamente todo. En esa etapa de su vida, lo único que le interesaba era mantener el poder que había conseguido y para ello, estaba dispuesto a cometer actos mucho más abominables de los cometidos hasta aquel entonces. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas estaba conformada por quince países, ocupaba una sexta parte de la masa del planeta y se extendía a través de una franja de once husos horarios, configurándola como el mayor imperio de la historia.

Para esa etapa de su vida, ya era un hombre frío e insensible, convirtiéndolo en el rostro más representativo de un dictador totalitario. Stalin se encontraba convencido de que fue elegido por la divina providencia para transformar la sociedad y construir un mundo ideal. Se había dado a la tarea de crear una generación de hombres nuevos, disciplinados, obedientes, trabajadores y por sobre todo ciegamente fieles seguidores de los principios del partido, lo que equivalía a establecer un principio de adoración e idolatría a la figura del dictador. Hacía seleccionar a las mujeres física y genéticamente mejor dotadas (atletas, artistas, intelectuales, jóvenes, estudiantes) para inseminarlas, logrando así que su simiente se convierta en la base de una sociedad ideal.

Para lograr su ambicioso proyecto, se dio a la tarea de destruir y borrar todo lo conocido anteriormente, reescribiendo la historia y erradicando las ideas contrarias a su cosmovisión. Hablaba de eliminar los privilegios de los ricos y exterminar a los traidores que, de acuerdo a su forma de pensar, de ser necesario, equivaldría a exterminar a la mitad de la población soviética. Para ello, puso en práctica uno de los sistemas de exterminación masiva conocido como la “Gran Purga”.

A partir de 1930, se desencadenó la llamada “Gran Purga” o gran terror de Stalin. Miles de persona, miembros del Partido Comunista Soviético, socialistas, anarquistas, opositores, ciudadanos y detractores fueron perseguidos, juzgados, para ser asesinados, desterrados o confinados a los “gulags” (campos de concentración), donde finalmente terminarían pereciendo de forma lenta y dolorosa. Este acto fue cometido con el propósito de consolidar su poder y eliminar las facciones trotskistas y leninistas de cualquier organismo soviético.

De acuerdo a los datos recogidos de la “Enciclopedia Británica”, entre seis a ocho millones de personas fueron eliminadas producto de la hambruna provocada por el gobierno de Stalin, fundamentalmente ucranianos, en lo que la historia ha denominado como “El Holodomor”. Alexánder Solzhenitsyn, autor del libro “Archipiélago Gulag”, estima una cifra escalofriante de 66.7 millones de víctimas del régimen soviético, tomando en cuenta hambrunas, desplazados, militares, ajusticiados, desaparecidos y exiliados.

Los dictadores por lo general presentan un trastorno de personalidad genético, capaz de aniquilar a millones de personas que están en sus manos, violar, humillar, ofender y descalificar a las personas. Son seres que con sus obsesiones, hábitos y caprichos son capaces de someter a todo un pueblo a su locura. Para lavarse las manos, Stalin recurrió a Nikolái Yezhov, jefe de la Policía Secreta Soviética, que era un hombre que obedecía como un perro las órdenes del líder soviético, encargándose de ejecutar los actos más execrables del régimen. Yezhov lo obedecía aun sabiendo que caerían sobre él todas las acusaciones, torturas, incluso la muerte,

En la actualidad el manual que comparten los dictadores sigue los mismos patrones. Detenciones arbitrarias en prisiones, la tortura, el perseguimiento y hostigamiento a familiares de los disidentes. Los dictadores modernos aprenden unos de los otros, recaban información y observan las mismas estrategias de represión que aplican de forma calcada, como si tuviesen una guía de actuación que se adecua y utiliza las ventajas que les proporcionan las tecnologías modernas. No es extraño ver las portadas de los periódicos repletas de escándalos que los vinculan con violaciones a menores de edad, fiestas con prostitutas, fraude fiscal, delitos medioambientales o corrupción exacerbada, mientras la ciudadanía (estúpidamente) insiste en preguntarse a cuál será bueno elegir.

A los dictadores les gusta desviar la atención de los grupos políticos, que pierden de vista de los aspectos fundamentales para el Estado (educación, salud, empleo, economía), pasando a hablar de corrupción, crímenes, delitos, en algunos casos montando culebrones que acaparan la atención de la población que se distrae de lo verdaderamente importante, para concentrarse en la novela política que no tiene reparos a la hora de denunciar verdaderos crímenes provocados por la más absoluta depravación humana, seguros, de que esta población (ciega y absurda) está más preocupada por conocer el desenlace de la novela, antes que de resolver sus problemas de precariedad y pobreza.

Los regímenes totalitarios se alimentan del miedo e ignorancia de su gente y se fortalecen con su silencio, que termina volviéndose cómplice. La indefensión del ciudadano que quiere hacerle frente es otro de los elementos que juega a favor del poder totalitario, que termina por consolidarse como una “cleptocracia”, en la que el único propósito (de los actores políticos funcionales que se revisten de democracia y libertad en su búsqueda por alternarse el poder) es el enriquecimiento personal y el de sus huestes.

Para finalizar, recojo una reflexión de Thor Halvorssen (fundador de la Humans Rights Foundation): “(es un error) creer que hay dictaduras distintas, de derechas y de izquierdas, socialistas y capitalistas, cuando la realidad es que es una cuestión del bien y del mal, cuyo objetivo es dividir a la gente”.

Carlos Manuel Ledezma Valdez, escritor, investigador