La soledad es nuestra propiedad más privada.
Viejo rito de fuegos malabares.
En ella nos movemos e inventamos paredes
con espejos de los que siempre huimos.

Mario Benedetti

En una sociedad obsesionada con la juventud, los adultos mayores, quienes alguna vez ocuparon lugares centrales en sus comunidades, son desplazados hacia los márgenes, invisibilizados por un mundo que los trata como reliquias de un pasado obsoleto. Las historias de discriminación, soledad y marginalización que enfrentan se multiplican, mientras la población envejece sin que la sociedad esté realmente preparada para ello.



El sistema de salud es uno de los ámbitos donde la discriminación hacia los mayores es más palpable. En la mayoría de los países enfrentan barreras invisibles que limitan su acceso a una atención adecuada. El «edadismo», ese conjunto de estereotipos y prejuicios basados en la edad, se ha instalado profundamente en el sistema sanitario, donde muchas veces los problemas de salud de los ancianos son minimizados o directamente ignorados.

La Organización Mundial de la Salud define la salud como un estado de completo bienestar físico, mental y social. Sin embargo, para muchas personas mayores, esa definición está lejos de ser una realidad. La discriminación en los servicios de salud no solo afecta su bienestar físico, sino que también les roba la dignidad y el respeto que merecen. Este tipo de discriminación a menudo se oculta tras la percepción de que los problemas de salud de los ancianos son «naturales» o «inevitables», lo que lleva a que se descuiden diagnósticos y tratamientos necesarios.

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Pero el daño no es solo físico. La marginación también se manifiesta emocionalmente, impactando la salud mental de las personas mayores. A menudo, la falta de atención y el trato diferencial refuerzan en ellos una percepción de inutilidad, exacerbando sentimientos de soledad y depresión. Esta desconexión refuerza su exclusión, creando una espiral de desatención y abandono.

Para quienes alcanzan la tercera edad, la soledad es quizás uno de los mayores desafíos. El aislamiento no deseado, producto del fallecimiento de seres queridos, la jubilación o la movilidad reducida, empuja a muchos mayores a una aislamiento forzado que puede ser tan peligrosa como cualquier enfermedad. Los estudios señalan que la soledad en la vejez está estrechamente vinculada con un aumento en los problemas de salud, con un riesgo más alto de mortalidad.

Un caso que pone en evidencia la gravedad del problema es el de Japón, uno de los países con mayor índice de envejecimiento. Allí, las «muertes solitarias» (ancianos que fallecen en completa soledad y cuyos cuerpos son encontrados días o semanas después) se han convertido en una realidad inquietante. En la primera mitad de 2024, unas 40.000 personas mayores murieron solas en Japón. Este fenómeno, descrito como una «emergencia silenciosa», refleja un fracaso profundo de la sociedad para integrar a sus mayores.

En respuesta a esta crisis, algunas comunidades en Tokio han implementado redes de vigilancia donde repartidores, comerciantes y vecinos se encargan de monitorear a los mayores que viven solos. Esta iniciativa busca no solo prevenir las muertes solitarias, sino también generar lazos de conexión que contrarresten el aislamiento. Sin embargo, el hecho de que se necesiten estas redes de apoyo revela la magnitud del problema. La soledad es una de las nuevas epidemias del siglo XXI, y afecta principalmente a quienes, en teoría, deberían recibir más apoyo.

En muchas sociedades, el envejecimiento se enfrenta con indiferencia o incluso desprecio. La vejez se percibe como una etapa de declive, en lugar de una fase de sabiduría o experiencia. Este enfoque tiene profundas implicaciones. La invisibilidad que enfrentan va más allá de la discriminación individual. La sociedad, en su conjunto, ha construido una narrativa que reduce el valor de los mayores a su capacidad de producir. Una vez que se jubilan, pierden no solo ingresos, sino también estatus y respeto. La falta de políticas públicas robustas que integren a los mayores en la vida comunitaria y económica contribuye a este ciclo de exclusión.

El reto que enfrentamos como sociedad es grande. La discriminación y marginalización de las personas mayores no es un problema que se pueda resolver con soluciones rápidas. Necesitamos un cambio cultural profundo que reconozca el valor de los mayores, no por lo que ya no pueden hacer, sino por todo lo que aún pueden aportar.

Iniciativas como las redes comunitarias en Japón son un buen comienzo. Sin embargo, es necesario ir más allá. La Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, ratificada por varios países, establece un marco para garantizar que los mayores puedan vivir con dignidad, libres de discriminación y con acceso a los servicios necesarios para una vida plena. Si no tomamos medidas hoy, el precio lo pagaremos todos. Porque, querámoslo o no, la vejez nos alcanza a todos indefectiblemente.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: ideastextuales