Fuente: https://ideastextuales.com

El primer paso tambaleante de un homínido que, en el corazón de África, levantó la vista y decidió enfrentarse al mundo sobre dos piernas. Jeremy DeSilva, antropólogo estadounidense, lo plantea con una claridad intrigante: caminar erguidos fue la primera gran revolución de nuestra especie. Pero, como toda revolución, no fue sencilla ni inmediata. ¿Qué nos cuenta el bipedismo sobre quiénes somos y cómo llegamos a serlo?

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En una entrevista reciente dada al diario El País, DeSilva explicaba que caminar en dos pies no solo es un fenómeno raro entre los mamíferos, sino que nos hizo particularmente vulnerables. «El bipedismo te hace lento, y si te rompes una pierna, estás condenado… a menos que alguien te cuide». Y allí está el meollo del asunto. No es el acto de caminar lo que importa, sino lo que permitió.

El bipedismo, en su esencia, es un contrasentido evolutivo. A cambio de liberar las manos y ahorrar energía, nuestros ancestros se convirtieron en presas fáciles, expuestos al hambre, al peligro y a un mundo que, para entonces, pertenecía a los depredadores. Pero esta misma fragilidad sembró la semilla de algo más profundo. Los fósiles de homínidos con fracturas sanadas, como observa DeSilva, son la evidencia tangible de una comunidad que aprendió a cuidarse. Ese tobillo roto que sanó hace millones de años habla más de humanidad que cualquier herramienta de piedra.

De alguna manera, el bipedismo, con todas sus desventajas, nos empujó a inventar la empatía. Ese gesto de alargar la mano para ayudar a un compañero herido es el verdadero inicio de nuestra civilización. Caminar erguidos nos permitió mirar al horizonte, pero fue cuidar a los otros lo que nos permitió imaginar un futuro en común.

La historia de Lucy, la célebre Australopithecus afarensis, condensa esta paradoja. Este pequeño homínido, que vivió hace 3,2 millones de años, caminaba ya sobre dos pies, desafiando los límites de su entorno. Pero, como muestran sus huesos fracturados, murió al caer de un árbol, tal vez buscando refugio. Lucy no lo sabía, pero su cuerpo y su mundo estaban en plena transformación. Con cada paso tambaleante, su especie comenzaba a modelar la tierra que un día sería nuestra.

Ese andar torpe de Lucy simboliza algo más que una hazaña biológica. Representa el precio de ser pioneros, de habitar un cuerpo que no se conforma con lo que la evolución dicta. Sus descendientes —nuestros ancestros— no solo caminarían mejor, sino que llevarían consigo una idea revolucionaria: la marcha erguida es el soporte físico para algo mayor, el puente entre la biología y la cultura.

Hoy, el bipedismo está tan integrado a nuestra cotidianidad que apenas lo notamos. Caminamos para llegar, no para pensar. Sin embargo, como apunta DeSilva, ese simple acto sigue siendo nuestra medicina más básica: reduce enfermedades cardiovasculares, mejora la memoria y despierta la creatividad. Pero caminar no es lo que nos define como humanos. Es el trampolín, el inicio de una historia más grande, una que incluye la empatía, la imaginación y la creación.

Lo que hace especial al bipedismo no es su rareza en el reino animal, sino lo que vino después. Manos libres para fabricar herramientas, mentes dispuestas a crear relatos y comunidades construidas en torno al cuidado mutuo. Sin embargo, en un mundo donde los ascensores, las sillas y las pantallas nos inmovilizan, caminar parece haberse convertido en un lujo olvidado.

A la pregunta de si caminar nos hizo humanos, la respuesta es simple: no. Lo que nos hizo humanos fue lo que el caminar permitió. La capacidad de imaginar un futuro mejor, de construir herramientas y sociedades, de proteger a los vulnerables y desafiar las leyes de la biología. Cada paso que damos es un recordatorio de ese viaje compartido, uno que comenzó tambaleante en la sabana africana y que, siglos después, nos llevó a la luna.

Quizá sea hora de volver a caminar, no solo para movernos, sino para recordar quiénes somos. Caminar como un acto de resistencia, de curiosidad, de conexión con ese pasado en el que una especie frágil decidió erguirse, mirar al horizonte y comenzar a imaginar.

Por Mauricio Jaime Goio.