La fragilidad de los factores ordenadores en el proyecto político boliviano ha generado una nueva normalidad marcada por la polarización y el agotamiento del ciclo histórico iniciado en 2006.
Fuente: La Razón
Octubre de 2020 fue el momento de resolución electoral de la ruptura institucional del año 2019. El clivaje MAS/anti-MAS se dirimiría, finalmente, en la voluntad democrática que cada boliviano expresara en las urnas de votación. De forma inapelable y terminante, Bolivia volvía a encaminarse, en confianza, por el proyecto social popular. La agenda para el mandato presidencial que se iniciaba estaba determinada de antemano: el libreto social señalaba como tareas inmediatas, consecuencia del quebrantamiento constitucional y el hecho de la pandemia, unas acciones de urgente reconstrucción: rehacer la economía colapsada hasta lograr su crecimiento y estabilidad, restablecer las capacidades del sistema sanitario del país para aminorar el impacto de la pandemia y devolver las aulas escolares a niñas y niños que estudiaban precariamente a distancia.
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Lo que en noviembre de 2019 parecía un ciclo político concluido volvía a recomponerse con prontitud a partir de la compactación histórico-electoral de la corporatividad social popular. El horizonte enmascaraba una luz que el país imaginó de esperanza. Existía ilusión y necesidad de creer, un hálito de fe que nos encontrara en el trayecto con la necesitada pacificación social.
A partir de entonces, el misterio por desentrañar estaba en imaginar cómo sería un gobierno del MAS sin Evo como presidente, y cuál sería el distintivo que el nuevo mandatario aspiraría a construir para su gestión gubernamental. Los escenarios proyectados fueron diversos y anunciados en cantidad, pero ninguna imagen graficaba a un Evo Morales en los umbrales de una detención judicial, y tampoco a un presidente refiriéndose, en todo espacio posible, al líder indígena como el causante de cuanto mal existiera. El hecho es que, conocidos estos cuatro años, los dos opuestos son refractarios, incompatibles y excluyentes, al extremo que, en el paso de sus acciones, destrozan el proyecto popular y a la vez el mismo país. Lo cierto es que han dado paso a una nueva normalidad en distintos contornos.
Lo normal es lo habitual, lo cotidiano y lo natural, lo que aceptamos de forma acostumbrada. En la construcción de nuevas normalidades, algo deja de ser usual y corriente para ser sustituido por una situación distinta. En momentos de crisis, se instala una nueva época o tiempo. Hoy, el hecho cotidiano es una realidad que ya preconfigura la actual normalidad de los bolivianos: desabastecimientos graduales, paulatinos y en ascenso; resignaciones malhumoradas por la incomodidad de una crisis soportable aún, pero molesta y de preocupaciones ya evidentes. La nueva normalidad va dejando sus primeras consecuencias: salarios disminuidos, ciudadanos empobrecidos y nuevas exclusiones. Pero también un ciclo político acabado.
La nueva normalidad en la estructura partidaria y de la «corporatividad social popular» enseña que el «factor ordenador» de este proyecto político ha dejado de estar únicamente en la palabra y decisión del expresidente, pues tiene hoy, en los espacios estatales y dirigencias matrices, otra decisión de referencia e imposiciones, encarnadas en el ánimo de lo que piensan, separadamente, el presidente y vicepresidente del Estado. Si el «factor ordenador» se debilita o quiebra, la estructura partidaria resiente su unidad, su capacidad movilizadora e, inmediatamente, se agrieta, hiende, fracciona y, en el último extremo, se despedaza.
La nueva normalidad de lo social popular, construida con paciente desafecto, antipatías e irracionalidad, dice también que el tiempo de las victorias concluyentes se va desvaneciendo, que ya nada está asegurado y que hoy, como las palabras escritas en el Manifiesto Comunista, un fantasma recorre el país popular: el fantasma del fin de la historia.
Las consecuencias de esta malquerencia entre los factores ordenadores del movimiento y la estructura popular han intervenido, además, en los espacios socioestatales y, por supuesto, en lo económico. La nueva normalidad de 2024 es la de una Bolivia sofocada por conflictologías interminables y absurdas, agobiada en su profunda desinstitucionalización y debilitada por el parón de las posibilidades económicas públicas y privadas.
Lo cotidiano de hoy es la no respuesta a los problemas inmediatos y la búsqueda constante de transferencia de responsabilidades y eximición de culpas. La crisis deja en evidencia que el pueblo, la sociedad y la ciudadanía no están en el centro de las preocupaciones de los decisores político-estatales. Lo otro que demuestra esta crisis es que las referencias políticas, dueños del facilismo económico y del propietarismo estatal, no construyen nuevos paradigmas de Estado y Sociedad, pues, alejados de la complejidad sociopolítica del país, se muestran indiferentes en la necesidad de actualizar el Pacto Social, ese que articule lo estatal con el mercado, lo público y lo privado, la concentración de riqueza con la redistribución del ingreso, y establezca convivencias sociales necesarias y diálogos institucionalizados.
Esta normalidad, caracterizada por el estado de policrisis, debe ser solo un espacio de transición resolutivo de los impases políticos, económicos y sociales polarizadores; el tiempo precedente a la construcción definitiva de la nueva normalidad positiva, ordenada por el sentido común de la coexistencia pacífica de los opuestos necesariamente complementarios.
Fuente: La Razón