No solo es una práctica, es un síntoma. En países como Chile, que en 2022 prohibió formalmente estas uniones, las cifras revelaron que más de 1,700 adolescentes contrajeron matrimonio en la última década con parejas que, en algunos casos, les doblaban la edad. Una estadística que, en papel, ya no debería existir.



¿Por qué sigue ocurriendo? En las zonas rurales, la legalidad no siempre significa legitimidad. Las leyes quedan en las oficinas de las ciudades mientras, en los márgenes del sistema, las comunidades replican sus propias reglas, alimentadas por el silencio cómplice de la tradición. La resistencia al cambio no siempre es frontal. A menudo se camufla en justificaciones como “que es mejor casarla joven para evitar males mayores”.  O “que así se protege su honor o que, con suerte, encontrará en el matrimonio un futuro más seguro”.

El matrimonio infantil es una narrativa que transcurre en los cuerpos de las niñas. Sus consecuencias son devastadoras. Aislamiento social, abandono escolar, violencia doméstica y embarazos que exponen sus vidas al peligro. Sin embargo, el daño trasciende lo físico. Estas niñas pierden algo más que la infancia. Se les roba la posibilidad de imaginarse fuera de ese destino.

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Las historias detrás de las estadísticas son un recordatorio de lo que la antropóloga estadounidense Gayle Rubin denominó el «sistema sexo-género», donde el cuerpo femenino se convierte en moneda de cambio para sostener estructuras económicas y culturales profundamente desiguales. En este sistema, la primera menstruación no solo marca el inicio de la pubertad. En muchas comunidades inaugura una cuenta regresiva hacia el matrimonio.

Es cierto que las leyes son un primer paso, pero no son suficientes para cortar un nudo que lleva generaciones atado. Países como Colombia y Cuba han levantado banderas progresistas al prohibir formalmente el matrimonio infantil. Pero la brecha entre la legislación y la práctica es un abismo que solo puede cerrarse con algo más que normas.

El desafío es cultural. Cambiar las reglas no significa cambiar las mentalidades. Las transformaciones verdaderas requieren de un trabajo de base que incluya educación sexual integral, empoderamiento económico para las familias, y sobre todo, un cuestionamiento profundo de las narrativas que perpetúan estas prácticas. ¿Cómo deshacer una tradición que, para muchos, todavía se percibe como destino inevitable?

En el fondo, el matrimonio infantil no es una cuestión de papel ni de moral. Es una batalla por el tiempo. Por devolverle a las niñas los años que les pertenecen, los que deberían estar llenos de libros, sueños y posibilidades, no de contratos matrimoniales.

Quizás el cambio más profundo no venga de una oficina de gobierno, sino de las propias comunidades. Como dice María Fernanda Chen, una joven guatemalteca de catorce años: “Debemos cuestionar a los adultos y no culpar a las niñas”. La solución no está en la prohibición, sino en el tejido de nuevas realidades donde las niñas puedan imaginar un futuro distinto. Donde ser niña no sea un preludio para ser esposa.

Por Mauricio Jaime Goio.