Cuento de Silvana Barrón
Fuente: Ideas Textuales
La luz de la mañana entra cálida por los ventanales de la casa. El estruendo de los pajaritos que celebran el nuevo día acompaña los sonidos rutinarios, el pito de la cafetera avisando que está lista para recibir el pod de café, la caldera humeante y ruidosa como una locomotora, el tintineo de la vajilla y los cubiertos que Silveria coloca sobre la mesa del desayuno, los perros ladrándole a un gato que los mira indiferente desde el tejado.
–Señora, ya está listo tu desayuno -anuncia Silveria.
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-Gracias, querida. ¿Me alcanzas la mermelada de mandarina que traje de Samaipata, por favor? Y los quesos.
Manuela está desayunando sola, embriagada por el olor a pan recién horneado que inunda el ambiente. Aún no sabe si lamentar o celebrar el descubrimiento del pan francés pre-cocido que desde hace cuatro años nunca falta en el congelador y que todas las mañanas se termina de cocer en la freidora de aire hasta quedar crujiente por fuera y suave por dentro. Es uno de sus vicios más arraigados, pese a que más de un médico le ha recomendado que deje de consumir gluten. Comienza a hojear el periódico y rápidamente lo deja a un lado, antes de que los efectos relajantes de la media hora de meditación y la ducha tibia con los que arrancó el día sean reemplazados por la angustia país. Para distraerse, comienza con Silveria lo que imagina será una conversación trivial.
–¿Cómo anda todo en tu casa?
Ella hace una mueca de tristeza y agacha la cabeza.
–Mal, señora. Justo te quería avisar que tengo que viajar a mi pueblo, mi papá tuvo un accidente y se voló la mano, me avisó mi hermano y dijo que las hijas mujeres tenemos que ir a cuidarlo.
–¿Cómo pasó eso? ¿Estaba bloqueando? preguntó Manuela, que acababa de leer en el periódico que ya se habían cumplido tres semanas del bloqueo de carreteras por parte de los partidarios del cocalero Evo Morales, acusado de estupro y trata y tráfico de personas, que se niega a presentarse ante la justicia.
–No, en mi pueblo no hacemos eso. Fue en la fiesta de Todos Santos, dicen que borracho estaba, lo invitaron a una fiesta, estuvo compartiendo y después se pusieron a reventar cohetes de tres tiempos para espantar la granizada.
–¿Qué tienen que ver los cohetes con el granizo?
–Así hacemos en el campo, reventamos cohetes para asustar a la granizada y que no se pierdan los cultivos.
Manuela reprimió el impulso de exclamar ¡Eso no ayuda en nada! mientras cruzaba por su mente el recuerdo fugaz de sus oraciones desesperadas clamando a Dios para que lloviera en la Chiquitania y se apagaran los incendios. En cambio dijo –¿Estás segura de que no fue dinamita lo que usó? Yo tenía entendido que esos cohetes provocan quemaduras graves, pero no hacen volar toda la mano.
–No, cohete bomba siempre era -respondió Silveria muy segura.
Siguieron la conversación afinando los detalles del viaje de Silveria y Manuela se quedó pensando en ese otro mundo que a ella le parecía tan ajeno y desconocido. Un lugar lleno de mitos y misterio. Recordó el relato que le había hecho Silveria cuando le preguntó sobre la causa de la prematura muerte de su madre, Edelfrida, a los cuarenta y tantos. “Murió por ichizo”. Manuela asumió que se trataba del nombre popular de alguna enfermedad e insistió preguntando cuáles eran los síntomas, a lo que Silveria respondió: ¡I-chi-zo!, la bruja del pueblo la ichizó.
–¿Hechizo? contestó Manuela, con absoluta perplejidad, y Silveria procedió a explicarle que su madre se había enamorado de Gregorio, el vecino del frente, cuya esposa era conocida y temida por todos los pobladores, ya que conocía los secretos de la brujería y tenía ojos de gato. –¿Ojos claros? preguntó Manuela, –No, no el color, la forma…lo de adentrito, respondió Silveria.
Nadie sabía cómo, mientras criaba a diez hijos y ayudaba con el cultivo de papa, Edelfrida había tenido tiempo para el desliz. Por supuesto ella cargó con toda la culpa y la vergüenza, a nadie se le ocurrió responsabilizar a Gregorio por la infidelidad, excepto a su esposa, aparentemente, ya que pocos meses después de la muerte de Edelfrida, él también falleció por una inexplicable enfermedad gastrointestinal aguda y en el pueblo era un secreto a voces que la bruja lo había envenenado.
Edelfrida en cambio no tuvo síntomas claros, simplemente se fue apagando, no quería salir de la cama, no tenía apetito, ni siquiera quiso comer cuando mataron a un ovejo para prepararle su guiso favorito. No tenía lesiones ni le dolía un lugar específico, era mas bien un malestar generalizado, y todo el tiempo sentía frío, mucho frío. Su tez fue adquiriendo un tono cenizo y tenía el aspecto de una anciana. Sus gruesas trenzas de pelo azabache, un día amanecieron descoloridas y opacas. Parecía que sus ojos estaban siendo tragados por sus cuencas y su nariz se había vuelto afilada. Pero lo que marcó a toda la familia fue la noche de su muerte, no tanto por el dolor de su partida, sino por los sucesos extraños que ocurrieron. Un kakuy (guajojó) se posó frente a la casa y estremeció a todos con su canto, que además de ser fantasmal, la creencia popular asegura que es de mal agüero y anuncia muerte. Las puertas y ventanas sonaron como si las estuvieran golpeando con fuerza, contó Silveria, pero afuera no había nadie, ni nada, el viento estaba calmo. Los golpes cesaron cuando Edelfrida suspiró por última vez. La familia confirmó que se trató de un hechizo, tal como le habían dicho a la enferma cuando, cansada de que los médicos no le den un diagnóstico y mucho menos cura, se hizo leer la suerte con hoja de coca.
Manuela ni siquiera intentó contarle a Silveria su teoría: que su madre estaba enamorada de Gregorio y sufrió un cuadro depresivo severo cuando tuvieron que separarse, que probablemente su debilidad detonó alguna enfermedad latente que acabó con su vida, que al único que asesinó la bruja fue a su marido, y probablemente no fue con hierbas sino con algún químico. Pero aún quedarían cabos sueltos, el kakuy y los golpes en las puertas y ventanas. ¿Coincidencias? ¿Sugestión? Manuela supuso que eso no existe en el diminuto mundo mágico de Silveria, encajado entre el Altiplano y las Tierras Bajas, y en todo caso, ella está tranquila con su versión de los hechos, sería más triste que pensara que su madre languideció por amor. Así que solo preguntó: –¿Y qué fue de la bruja?
–Se apareció en el entierro de mi madre y mi padre la enfrentó, le dijo que no podía estar ahí. Ella se enojó y…¡Ay señora, creo que mi padre también está ichizado!
Cuento de Silvana Barrón
Fuente: Ideas Textuales