En los días posteriores a la elección de Donald Trump en Estados Unidos, el aire está espeso de lamentos y rabia contenida. Las caras largas abundan en las oficinas y las sobremesas familiares. Otros, con acceso a la pantalla de un medio de comunicación masivo, como el conocido presentador de la ABC Jimmy Kimmel, se quiebran en público. En su monólogo televisivo comparó al nuevo presidente con un personaje de maldad cinematográfica. “Donald Trump es como el Emperador de Star Wars: es viejo, malvado y sigue regresando sin ninguna explicación razonable”, afirmó, medio en broma y medio en serio.
Fuente: Ideas Textuales.com
¿Quién puede culpar a estos modernos plañideros? La democracia duele. A veces tanto, que se convierte en una especie de trago amargo. Es como beber un buen vino que, por algún motivo para nosotros incomprensible, está pasado de acidez, pero que igual debemos tragar hasta el final, porque nadie quiere que le acusen de cobarde.
Es en momentos como este que la democracia muestra su verdadera naturaleza, una naturaleza que muchos olvidan en medio de campañas y promesas. La democracia no es simplemente un acto de votar o de elegir. Es una especie de pacto tácito, donde cada ciudadano acepta de antemano la posibilidad de la derrota. Por eso, no podemos exigir que el país siga adelante solo cuando estamos de acuerdo con el resultado. Como bien dijo Joe Biden en su discurso de aceptación de la derrota de Kamala Harris: «No puedes amar a tu país solo cuando ganas». Un recordatorio, si se quiere, de que los principios democráticos no se defienden solo en la victoria, sino en la amarga, pero fundamental, aceptación de la derrota.
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La democracia es un juego cruel y hermoso. Tiene reglas claras, pero no siempre las encontramos justas. Aceptar el triunfo de alguien que detestamos o que creemos peligroso es, de hecho, uno de los actos más nobles —y difíciles— del proceso democrático. En ese sentido, las palabras de Biden son un llamado de atención. Nos recuerdan que, en democracia, el respeto no es opcional, sino el hilo que sostiene el tapiz entero de la convivencia.
Y es ahí donde muchos de nosotros nos quedamos cortos. Figuras públicas como Kimmel, con su enorme influencia, tienen el derecho de expresar su desencanto, claro, pero también la responsabilidad de no sembrar una desconfianza radical hacia el sistema en sí mismo. Es una línea tenue entre la crítica legítima y la destrucción simbólica de las instituciones, y en estos tiempos de redes sociales y fake news, el error en esa línea puede tener consecuencias más profundas de lo que parece. Porque la democracia, con todas sus imperfecciones, no puede permitirse que cada derrota sea un cuestionamiento existencial de su razón de ser.
A nadie le gusta perder. Es una verdad tan obvia como incómoda. Pero la democracia, cuando realmente se le entiende, no se trata de evitar la derrota, sino de soportarla con dignidad. Cada derrota en el ámbito democrático es una herida que debe curarse, no profundizarse, y eso requiere de la cooperación de todos, no solo de los que ganan.
Lo que hace Biden, al asegurar una transición pacífica y recordar que la lucha política es eterna pero la convivencia debe permanecer, es entregarnos un ejemplo de altura moral. Nos invita a recordar que la democracia es una especie de danza continua, donde a veces se gana y a veces se pierde, pero el baile sigue. Su discurso, lejos de ser un suspiro de resignación, es un llamado a la cordura y, en última instancia, al amor por un país que va más allá de cualquier elección puntual.
Y, aunque lo que sucede en Estados Unidos nos parezca lejano, la lección es universal. Si no podemos aceptar una derrota, tampoco seremos capaces de construir una verdadera democracia. En estos tiempos de polarización, esa parece ser una enseñanza que, quizás, convendría recordar más seguido.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas Textuales.com