Cuando Amalia Decker me dijo, hace unas semanas, que iba a presentar en Santa Cruz su último libro “No me buscarán en vano”, editado por la prestigiosa editorial Plural, y que le gustaría que lo hiciéramos con mi notable amigo Carlos Hugo Molina, le dije que padecía de algunos problemas de salud que me tenían alejado de los actos sociales. Siento no haberle dicho la verdadera razón, porque no me gusta decirlo, y es que me está fallando un poco la memoria. Bueno, tampoco es de alarmarse. Es cosa de viejos y yo me resisto a aceptarlo. Uno olvida palabras corrientes y ni qué decir de nombres y fechas, y para hacer la presentación de un libro se corre el riesgo de cambiar hasta el argumento de la obra e indignar a su autor. Lo más seguro entonces es acompañarse de un papel y leer lo necesario.
A Amalia la conozco desde hace muchos años, desde mis tiempos en La Paz, que fueron inolvidables, llenos de imborrables amistades. Amalia, por entonces, había sido zurda, “elena”, y yo “facho”. Era la época que he bautizado como de la “izquierda guerrillera y la derecha cuartelera”. Por tanto, era muy poco probable que nos encontráramos, si Amalia estaba en el exilio o en la clandestinidad. Sin embargo, esa época de encono y de odios cesó con la llegada de la democracia y más todavía cuando Banzer y Paz Zamora pactaron y mostraron a Bolivia entera, que miraba boquiabierta, qué izquierdas y derechas no solo podían convivir en paz, sino hasta gobernar juntas.
Con Amalia nos aproximó un mutuo reconocimiento de nuestros trabajos literarios. Si no lo hacemos nosotros los que fabulamos historias, los que nos pasamos inventando tragedias y amoríos tormentosos, nadie lo hace porque existe escasa crítica literaria en Bolivia y la que existía, que era muy buena, se acabó, desde que cesaron las páginas de Presencia que alentó el padre Quirós, el siglo pasado, siguiendo por el muy cotizado suplemento dominical del diario Página 7. Entonces, es complicado dedicarse a la escritura en nuestros trechos, porque uno acaba escribiendo para parientes y amigos, lo que no es la recompensa de ningún escritor. “Un libro sin lectores es letra muerta”, ha dicho Javier Cercas hace pocos días.
Ahora, una vez que ya me he enamorado de las mujeres que viven y aman intensamente en la novela de Amanda, me he sentido mejor. Se trata de varias damas de una clase media acomodada paceña a las que reúne la muerte de un varón y los entretelones que señalan esa muerte incierta. Alejandra y Soledad, principalmente, hacen la historia, donde no falta la presencia de un cura avezado en asuntos mundanos y un matón ordinario y torpe como todo sayón a sueldo.
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Tanto Alejandra como Soledad son quienes narran la historia. Su originalidad es una de las magias de la novela. Cada una de ellas cuenta lo que ha sido su vida, sus amores, sus miedos, y lo que están decididas a hacer. Esas dos mujeres ponen en escena al resto de los personajes, mujeres y hombres. Y muestran su propia forma de vida, de cómo pasan su tiempo, dónde, y cómo mantienen su existencia y gastan su dinero; en lo que necesitan o en lo que les produce placer.
El whisky, los cigarros, los buenos restaurantes y el amor clandestino, no están ausentes en esta forma de vivir, como no lo están en las mujeres liberadas, que, en la actualidad, son muchas. Hay demasiados fracasos y en estos tiempos las mujeres llevan su pasar – divorciadas, viudas o desencantadas – en la forma que mejor pueden aliviarlas, sin importarles las filosas lenguas de quienes las envidian.
Esta novela es una historia real, con personajes auténticos. Las protagonistas tienen una vida normal en torno al fallecimiento que desean desentrañar. Se trata de la muerte del exmarido de una de ellas y al mismo tiempo que amante de otra. Ambas mujeres, que resultan estar en el mismo círculo social, lo saben. Más están juntas, obligadas por las circunstancias, a conocerse primero, a comprenderse después y luego a quererse.
El poder descriptivo de Amanda irrumpe en la psicología femenina de una manera que cautiva por su realismo, porque ella es una mujer que ha vivido mucho, que ha visto el mundo, lo ha sufrido y lo ha gozado, y que, en nuestro pequeño universo, recorre cada lugar de La Paz y lo pinta con letras de colores haciéndola tan hermosa como en realidad es. Su manejo de los diálogos resulta magnífico, tan bueno como las cavilaciones de Alejandra y Soledad, que hacen el fondo de esta excelente novela.