Mi hermano Peter falleció el sábado 7 de septiembre en Virginia, Estados Unidos. No pude ir a su entierro porque me fue imposible presentar todos los requisitos para obtener la visa gringa en tan poco tiempo. Mi hermana Emma y mi hermano Pablo, que tienen doble nacionalidad y pasaportes de Francia y de Canadá respectivamente, viajaron sin problema, a ellos no les exigen demostrar nada más que su identidad.
El problema es nuestro pasaporte de pacotilla, boliviano, uno de los menos valorados del planeta.
De acuerdo al Índice Henley de Pasaportes 2024 Bolivia cuenta con uno de los peores pasaportes del mundo: necesitamos visa de turismo para 146 países y ocupamos el puesto 63 en el ranking mundial. En América del Sur, somos los últimos, pero el gobierno boliviano se llena la boca de verborrea para decir que brillamos como un diamante en el panorama internacional.
El Índice Henley es la clasificación autorizada de pasaportes del mundo según el número de destinos a los que sus titulares pueden acceder sin visado previo. Se basa en datos exclusivos de la Asociación de Transporte Aéreo Internacional (IATA) y ha sido mejorado por el equipo de investigación de Henley & Partners.
Mientras los chilenos pueden viajar a 176 países (ocupan el puesto 15 del ranking), los argentinos a 172 (puesto 16), los brasileños a 171 (puesto 17), los mexicanos a 159 (puesto 22), los uruguayos a 157 (puesto 23), los paraguayos a 147 (puesto 31), los peruanos a 141 (puesto 34) y los colombianos a 135 (puesto 37), nuestro pasaporte boliviano de pacotilla sólo nos permite viajar a 79 países y ocupar la cola del ranking mundial. Somos los execrables, los últimos del pelotón. Estamos incluso peor que Venezuela, ya que su pasaporte permite visitar 124 países (puesto 43).
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Los “79 países” donde podemos viajar sin visa son un espejismo. Si quitamos de la lista los 29 vecinos de América Latina y el Caribe, los restantes 51 países están tan lejos como Micronesia, Samoa, Irán, Qatar, Filipinas, Singapur, Nepal, Burundi, Somalia, Sierra León, Madagascar o Zambia…Todos destinos muy interesantes, pero ¿cómo hacemos para llegar a esos destinos sin pasar por Estados Unidos o Europa? ¿A nado?
En el ranking mundial los ciudadanos de Singapur pueden viajar sin visa a 195 países (ocupan el 1° puesto), seguidos de alemanes, italianos y españoles, que tienen abiertas las puertas de 192 países. Siguen casi todos los países europeos, donde para nosotros no es fácil entrar a menos que demostremos que no somos bribones y que tenemos cuentas bancarias, propiedades, trabajo estable, etc. Hasta una foto que no les gusta puede ser motivo de rechazo. Pero a los europeos o a los gringos no les pedimos nada a cambio.
Para los bolivianos, viajar es una pesadilla. Lo dije con todas sus letras en un artículo que publiqué en 2022, cuando me tocó vivir en carne propia la humillación de solicitar una visa al consulado de Francia (país donde viví y estudié muchos años, publiqué dos libros, estuve casado con francesa, tengo dos hijos, cuatro nietos y una hermana franceses).
Hay casos peores. Canadá es un ejemplo de tortura sicológica para los que quieren visitar ese país tan influenciado por Estados Unidos. Una visa puede tardar 3 o 4 meses, sin explicación. Hace diez o veinte años hice varios viajes a Canadá, y la visa se conseguía en un par de días en el propio consulado de cualquier país latinoamericano. Luego tercerizaron el trámite a un servicio que responde a las siglas VSF y aunque tiene todas las ventajas tecnológicas de internet, el tiempo de espera es mayor, tan grande como la humillación de toparse con una página web que no ayuda para nada, y donde ningún ser humano responde a los reclamos. Quizás algo de IA (inteligencia artificial) no les vendría mal.
Parece que nuestros gobiernos, no solamente el actual, se olvidaron de lo que significa la “reciprocidad diplomática”, un principio consagrado en tratados internacionales. Una de las pocas veces (creo que la única) que celebré una medida de uno de los gobiernos de Evo Morales, fue cuando se dispuso que los ciudadanos de Estados Unidos y de Israel soliciten visa para ingresar a Bolivia. Lamentablemente, la medida no duró nada, y eso que se les ofrecía la ventaja de pagar la visa al llegar al aeropuerto, sin ningún requisito previo humillante.
La verdadera reciprocidad consistiría en hacer padecer el mismo calvario a los ciudadanos de los 146 países que nos exigen visa: que paguen el alto costo que nosotros pagamos, que esperen los largos meses que nosotros esperamos, que presenten documentos bancarios, títulos de propiedades, certificados de buena conducta de la policía, una foto perfecta y más. Nada de eso sucede. A Bolivia entra como Pedro por su casa cualquier mochilero con alpargatas, aunque no tenga cuatro pesos para subsistir durante su estadía.
Las agencias de turismo, más preocupadas por su negocio que por la dignidad del país, son las que presionan al gobierno para que no exija visas a nadie. Tienen más poder que el ministerio de Relaciones Exteriores, con el argumento falaz de que, si Bolivia exige visas, no vendrán turistas. Parece que ignoran que los países que atraen más turismo en el mundo, son precisamente los que exigen visas (Francia, Italia, Grecia, etc). Para atraer turistas lo que hay que hacer es crear condiciones atractivas, no basta decir que tenemos un bello salar si los hoteles son una porquería y si Uyuni o Copacabana son basurales y por La Paz corren las aguas de una cloaca abierta.
La reciprocidad tiene, además, un precedente histórico que no debemos olvidar, al menos en lo que se refiere a los países europeos. Entre 1880 y 1930, más de doce millones de europeos empobrecidos desembarcaron en América Latina con una mano atrás y otra adelante, muertos de hambre, en su mayoría analfabetos que apenas sabían escribir su nombre.
Descendían de barcos abarrotados, sin documentos de identidad ni recursos para sobrevivir, huyendo de la miseria de una Europa incapaz de alimentarlos y de darles trabajo, sobre todo de Italia, Portugal y España, los países subdesarrollados del viejo continente. Fueron acogidos en Argentina, Brasil, Uruguay, Cuba o Venezuela, y siguieron su tránsito a otros países donde se instalaron, tuvieron descendencia y algunos hicieron fortuna. En Asturias (España) fotografié las casas de los “indianos”, ostentosas y de mal gusto, de los que regresaban de América con las petacas llenas.
Sin educación, pero con la voluntad de progresar se dedicaron al comercio o a la agricultura y se mezclaron en el crisol de identidades que hoy constituye la población diversa de nuestra región latinoamericana. Esto lo conozco no sólo por la información histórica disponible, sino porque tuve abuelos maternos de Italia y Francia que fueron parte de esa gran ola de migrantes que supuso una presión demográfica muy superior a la de los latinoamericanos que, un siglo más tarde, buscan viajar a Europa pero no son recibidos con la misma generosidad.
En resumen, somos tratados como ciudadanos de quinta. Quizás lo merecemos, gracias a un gobierno que apoya a Rusia en la agresión a Ucrania, y a violadores de derechos humanos como Nicaragua o Venezuela, entre otros. Pero hay sin duda otras razones para discriminarnos como apestados, que quizás los canadienses o europeos nos puedan explicar (ya que de esas cosas nuestra improvisada Cancillería no entiende absolutamente nada).