El informe presidencial al cumplir cuatro años en el poder ocupó por unos días titulares y opiniones, no por la novedad e importancia de su contenido, sino por las críticas surgidas desde diversos ámbitos, especialmente en dos aspectos: el infundado optimismo respecto a que la crisis será superada a corto plazo con el litio, el Mutún y la industrialización con sustitución de importaciones; y a la total falta de autocrítica respecto a las causas y responsabilidades en haber incubado la crisis.
Coincido con la aplastante mayoría de opiniones en esos dos aspectos, pero encuentro digno de comentario las opiniones de los propios “opinadores” en sus entrevistas en medios, y en sus notas publicadas sobre los temas vinculados a la crisis, sus alcances, y soluciones posibles. Tres son los ámbitos sobre los que comento en esta oportunidad.
Primero, tanto libertarios (de varios matices) como evistas –aparentemente los que más critican por ahora–, coinciden en que la crisis ya es severa y aumentará por la persistencia del déficit fiscal que derivará en inflación; denuncian que el gobierno “está contratando la impresión de billetes para resolver la falta de dinero del gobierno”, anticipando que los precios de la canasta familiar subirán inmediatamente si se emite ese dinero.
Este es el “cucu inflacionario” que Friedman construyó, en los años 1960 y 70, sustentado en teorías ampliamente desvirtuadas por la realidad de las economías con dinero fiduciario (no convertible en oro como en tiempos del Acuerdo de Bretton Woods). En Bolivia, entre 1990 y 2005, las monedas y billetes en poder del público en Bolivia aumentaron ocho veces y la inflación promedio fue de 7,1% anual; entre 2005 y 2022 aumentaron 12 veces, pero la inflación promedio bajó a 4,5%. Y tampoco es cierto que el déficit fiscal es necesariamente inflacionario mientras en la economía existe capacidad productiva no utilizada; de hecho, en una economía cerrada, para que el sector privado ahorre, el gobierno debe operar en déficit.
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Segundo, los arcistas cierran filas para achacar la responsabilidad total del descalabro a la gestión de Evo Morales; los opinadores coinciden en general, pero, en este caso, varios van más allá al insinuar que ellos venían advirtiendo sobre este resultado desde muchos años atrás.
La realidad es que, hasta las elecciones de 2019 y 2020, se podían contar con los dedos de una mano a las personas u organizaciones que alertaban sobre el mal manejo de la economía: las universidades guardaron un silencio cómplice al que se sumó militantemente la cooperación bilateral; y los organismos multilaterales –FMI, BM, CEPAL, BID, etc.–, alentaron y divulgaron “el modelo” a pesar de que estudios internos en esas organizaciones concluían que la financiarización de la economía era la causa de la concentración del ingreso, y de la creciente sustitución de las oportunidades de empleo digno, por el cuentapropismo que obliga a la informalidad laboral de muy baja productividad. Y, por cierto, en las dos últimas elecciones, ninguna candidatura se atrevió a plantear ajustes estructurales al manejo económico (más allá de controlar el déficit).
Tercero –que es la parte cuasicómica–, a pesar de los argumentados diagnósticos sobre causas, ante la pregunta “¿qué propone como solución estructural a la crisis que describe?”, luego de un evidente “tragar saliva”, prácticamente ningún opinador ofrece mayor respuesta excepto reducir el déficit fiscal (eliminando la subvención a los hidrocarburos y reduciendo la administración pública), recurrir a fuentes externas (FMI) para acceder a las divisas que sean necesarias para alivio fiscal y alguna mención a la debilidad institucional. Salen del paso, según inclinación o preferencia política/regional, explayándose en las oportunidades y en el potencial del turismo, el emprendedurismo, la minería o la inteligencia artificial como las áreas disponibles para reactivar la economía y/o generar divisas.
Repasando la historia económica boliviana (y mundial) en los últimos 70 años, es obvio que controlar el déficit y mantener baja la inflación están muy lejos de ser suficientes para sostener un crecimiento económico con desarrollo. ¿Hay alguien que puede establecer qué valores serían los correctos para el nivel de las RIN, el tipo de cambio, la inflación o la masa monetaria a fin de garantizar crecimiento económico con desarrollo sostenido y sostenible?
No, porque estos indicadores miden efectos de políticas que pueden, o no, resolver los verdaderos problemas estructurales. Políticamente, para el gobierno, es un logro que la economía crezca al 4%, pero si el crecimiento está centrado por los sectores rentistas (extractivo, administración pública, impuestos, servicios financieros) –que es lo que efectivamente sucede desde 2006– solo acentúa la pobreza y la desigualdad; los sectores que crean empleo digno y generan valor son los más acosados por la buro-parasito-cracia y por impuestos (contra toda lógica, elevan en 35% el precio final de la manufactura nacional); entonces, hemos tenido inflación baja, porque nadamos en contrabando promovido por el lavado de dinero, el control de precios (energía y alimentos) y porque el SIN sólo responde a una (i)lógica estrictamente recaudatoria que deprime la capacidad de consumo porque (casi) todos los impuestos los paga la ciudadanía con sus salarios: la teoría económica que aboga por más impuestos, y los intereses que buscan fidelizar políticamente la informalidad, son el uno para el otro.
Lo que nos lleva a lo serio y preocupante de la situación. Si como muestra esta nota, entre personas reconocidas profesionalmente existen visiones y vacíos respecto a las complejas dimensiones de nuestra economía y su vínculo con el desarrollo, seguro que hay precandidatos que entienden poco la seriedad de la crisis y, menos, de cómo –y a qué costo– enfrentarla. Nadie posee toda la verdad, pero quienes tenemos el privilegio de acceder a medios de comunicación, deberíamos confrontar y debatir ideas para no sumar a la confusión.
Sin cegueras teóricas ni ideológicas, podríamos aportar argumentos respecto a lo que está en juego y ofrecer las ideas de solución que podamos consensuar y sustentar conceptualmente. Pero es cierto que tal esfuerzo sería estéril sin el apoyo militante del periodismo profesional. El mayor aporte que el periodismo puede hacer al país en los siguientes meses es apoyar este esfuerzo moviendo la atención de la gente a los “qué, por qué, para qué y con qué”; son las preguntas que la ciudadanía debería preguntar para juzgar las ofertas electorales. Al final, lo que se cuenta son los votos en las urnas, no los “likes” en nuestras opiniones.
En síntesis, a meses de las elecciones, no hay nada cercano a un consenso en relación con cuáles son los problemas de fondo, y menos aún, cuál debería ser la agenda para el próximo gobierno. Si bien hay candidaturas que están trabajando propuestas, en tanto no exista un consenso mínimo respecto “al problema” a resolver; más difícil será consensuar –con otros actores y sectores y, sobre todo, con quienes serían afectados a corto plazo– la ruta crítica que marque la agenda de trabajo y el uso de los recursos. Sin duda, la actual situación de extravío sería hasta cómica… si la cosa no fuera tan seria.
Enrique Velazco Reckling, PhD, es investigador en desarrollo productivo.