Fuente: https://ideastextuales.com



Es ese momento en el que, al tomar una decisión tan simple como detenernos a ceder el paso a alguien, reflexionamos –aunque sea fugazmente– sobre el impacto de nuestros actos. En la rutina diaria, la conciencia nos guía de forma casi automática. Nos recuerda nuestras responsabilidades, nos alerta cuando actuamos fuera de nuestros valores y nos permite percibir la belleza de lo trivial, como el aroma del café o una conversación breve pero significativa. Es en estos pequeños instantes, muchas veces imperceptibles, donde se revela como la chispa que nos hace plenamente humanos, dotando de significado y presencia al acto más ordinario.

Y, a pesar de todas estas claridades, es probablemente, el terreno más misterioso y fascinante de la existencia humana. Nos permite ser no solo máquinas biológicas en movimiento, sino sujetos capaces de percibir, reflexionar y crear sentido. Desde el instante en que una persona abre los ojos por la mañana hasta el momento en que el sueño borra sus pensamientos, la conciencia opera como una brújula invisible, conectando el “yo” con el mundo y con su propia interioridad.

=> Recibir por Whatsapp las noticias destacadas

Las neurociencias han iluminado las profundidades del cerebro, revelando una compleja orquesta donde tálamo, corteza y redes neuronales intercambian información con precisión matemática. Como señalan los estudios más recientes, la conciencia parece surgir no solo de estructuras cerebrales específicas, sino de una bidireccionalidad neuronal que permite procesar estímulos y generar respuestas en milisegundos. Pero el hallazgo más extraordinario no es solo el “dónde” sino el “cómo”. La conciencia no es una entidad preexistente, sino un proceso que se construye momento a momento. Un producto emergente del diálogo eléctrico entre nuestras neuronas.

No obstante, existe una paradoja. Aunque la conciencia tiene bases biológicas, sigue siendo inexplicablemente subjetiva. La experiencia consciente –el dolor de un pinchazo, la dulzura de una melodía, la angustia de un recuerdo– no puede reducirse del todo a ecuaciones neuronales. Es como intentar desentrañar un cuadro únicamente por sus trazos y sus pigmentos.

Si la biología es el motor, la cultura es el mapa. Desde la aparición del lenguaje, la conciencia humana dio un salto evolutivo: nos convertimos en narradores. El lenguaje, al describir el mundo, nos permitió describirnos a nosotros mismos. Surgió la conciencia del tiempo –pasado, presente y futuro– y con ella, la capacidad de soñar y temer.

Desde los albores de la humanidad, la conciencia ha sido también una brújula moral. Aquí emerge la idea de la conciencia ética. Ese tribunal interno que evalúa nuestras acciones. Este concepto, profundamente filosófico, tiene raíces en religiones, en doctrinas laicas y en la filosofía kantiana, donde la conciencia moral actúa conforme a principios universales.

En el mundo contemporáneo, marcado por crisis ambientales, desigualdades sociales y el auge de tecnologías éticamente ambiguas, la conciencia ética se vuelve más relevante que nunca. ¿Qué significa ser consciente en la era del cambio climático? ¿Cómo debe actuar un individuo frente a los algoritmos que moldean su percepción del mundo? La respuesta no va por lo simple, sino en la reflexión constante sobre el impacto de nuestras acciones.

En la vorágine del siglo XXI, la conciencia se erige como un ancla. Nos recuerda que, más allá de ser consumidores, somos seres con la capacidad de detenernos y observar. En un tiempo donde la información fluye más rápido que la capacidad de asimilarla, cultivar la conciencia –personal, cultural y ética– es un acto de resistencia. Porque ser consciente no es solo percibir la realidad, sino comprometerse con ella. A fin de cuentas, queda claro que no nos referimos sólo a un fenómeno cerebral. Constituye, ni más ni menos, el núcleo de nuestra humanidad.

Por Mauricio Jaime Goio.