El futuro en manos del pasado


 

Antes de concluir el año, el gobierno hizo una proyección bastante optimista sobre el futuro del país, que contrasta con la de todos los sectores. El presidente, Luis Arce, dijo que no hay recesión, sino desaceleración económica y el ministro de Economía, Marcelo Montenegro, se atrevió a pronosticar un 2025 mejor que el 2024, con mayor producción y contención de precios.



Los empresarios privados, mientras tanto, en uno de sus pronunciamientos más críticos, aseguraron que las elecciones del próximo año serán la oportunidad que el país espera para cambiar de modelo económico. En su mensaje de fin de año, advirtieron que el 2025 “es una página en blanco y nos corresponde a todos decidir qué queremos escribir en ella”.

Dicen que lo primero que le ocurre a un escritor frente a una página en blanco es una sensación de ansiedad, una suerte de vértigo antes de transformar en un texto los fantasmas que nutren su creatividad. Tal vez esa es la misma impresión que genera un año como el que se avecina, sobre todo después de haber vivido uno de los más críticos de nuestra historia.

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El 2025 podría ser – no hay que estar tan seguros de que lo sea – un año puente entre el ciclo del socialismo del siglo XXI, con sus muchas sombras y escasísimas luces, un necesario período de ajuste y un modelo diferente de administración política, social y económica que podría definir lo venidero.

Por ahora, lo que viene está definido, paradójicamente, por el pasado. La posibilidad de un cambio parece estar en manos de quienes ya tuvieron algún tipo de responsabilidad en el ámbito público.

Expresidentes, exministros, entre otros ex de menor nivel, figuran en el abanico de posibilidades electorales como los, eventualmente, llamados a liderar la transformación que marque una definitiva diferencia con un esquema agotado.

Tal vez por eso, un porcentaje todavía importante de la población, casi un tercio, no define el sentido de su voto. Hay quienes quieren ver borrado al MAS del mapa y no vacilan en mirar hacia el otro extremo como la alternativa más viable, pero hay otros, los más, que temen que un viraje de esas características devuelva al país a un nuevo escenario de confrontación y violencia como el que fue característico de fines del siglo pasado y principios del actual.

La ausencia de un liderazgo claro, que sobresalga nítidamente y que represente una visión de futuro es una de las principales debilidades de la oposición, al extremo que ninguno de los aspirantes suma más del 10% de la intención de voto y la suma de todos no llega siquiera a un tercio del electorado total.

La oposición conocida, como el propio MAS, libra la que quizá será su última batalla electoral. Al igual que Evo Morales, aunque obviamente sin el desgaste, ni el desprestigio experimentado por este, los líderes de la oposición también se aferran a la posibilidad de tener una última oportunidad de acceso al poder.

Es, de alguna manera, la Bolivia del siglo XX que quiere sobrevivir en el XXI, con el pretexto, en el caso de Morales, de que no hay otro que interprete mejor la partitura revolucionaria y en el de los opositores, que la experiencia, no la renovación, es fundamental para arreglar lo que destruyeron casi veinte años de gobierno del MAS.

Ambos argumentos o justificaciones son, en realidad, falaces, porque ni Evo Morales es el único capaz – todo lo contrario – de liderar un proyecto de renovación del movimiento que lo llevó a la presidencia, ni la experiencia es un valor determinante – en todo caso es solo una nueva envoltura sobre un viejo regalo – para resolver los graves problemas que enfrenta el país.

Si la experiencia fuera decisiva, Gabriel Boric no sería presidente de Chile, Daniel Noboa no lo sería de Ecuador, Nayib Bukele no habría llegado a ocupar el cargo en El Salvador y Claudia Sheinbaum solo tendría el perfil para ser gobernadora de la Ciudad de México.

El temor a la irrupción de un proyecto de renovación es de alguna manera compartido por los oficialistas y opositores que se mantienen en cancha – la figura deportiva se ajusta al caso – desde hace casi 20 años. Ninguno quiere quedar fuera, aunque los estilos de juego sean diferentes, las tribunas estén pobladas por nuevas generaciones y la vida misma de la gente haya cambiado.

El contraste de ideas hacia las elecciones de agosto próximo no muestra diferencias de fondo con los debates de 2002 y 2005, ni insinúa una agenda de verdadera transformación.

La atención de la crisis, que obviamente es una prioridad, a veces disfraza la limitación de los liderazgos para proponer temas que vayan más allá de lo estrictamente coyuntural y condiciona la discusión a un marco posiblemente demasiado estrecho comparado con lo que el país necesita. Y es que el viejo lápiz continúa dibujando caprichosamente sobre la página en blanco.

 


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