Cuando era niño, yo veía con frecuencia en la tele que los dibujos animados tenían un episodio especial dedicado a la Navidad. Los personajes buscaban el significado de dicha fiesta: se lo preguntaban desesperadamente, sin hallar respuesta pronta.
Al final del capítulo, los personajes le daban algún significado secular a esta fiesta, y casi siempre era algo sobre la familia o la unidad. Todo eso me confundía y me hizo dudar de mi propia fe, al punto que, a veces, creí que la Navidad realmente se trataba de lo que me decía la tele.
Hoy, habiendo estudiado un poco más el cristianismo, la religión de la que renegué alguna vez, veo algo que en ese entonces no vi. Esta búsqueda del significado de la Navidad es producto de la secularización de la fiesta, pues una vez opacada la tradición, tendemos a querer reinventar la rueda.
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Como decía el gran escritor G. K. Chesterton: «El que no cree en Dios, termina creyendo en cualquier cosa». El hombre es religioso por naturaleza, y si no abraza la religión verdadera, se inventa una religión hecha a su medida.
La demolición de la Cristiandad trajo fuertes consecuencias políticas y sociales a lo largo de la historia. Se pasó de desligar a Dios de las instituciones públicas a desarraigarlo de la sociedad misma, mediante la supresión o la secularización de las costumbres y tradiciones cristianas; entre ellas, la Navidad.
Siendo agnóstico, alguna vez llegué a criticar el cariz cristiano de la Navidad, y afirmé que, en lugar de tal, debería llamarse “Día de la Familia”. Creía que, apartando la religión, se lograría mayor aceptación de esta fiesta en la sociedad, y que era más bonito celebrar a la familia humana.
Cuán equivocado estaba yo: no comprendía que alguna vez ya se intentó poner al hombre en lugar de Dios a lo largo de la historia, y que los resultados fueron desastrosos. No entendía que los dibujitos de la tele nos presentaban un síntoma de toda esa destrucción, particularmente, en la cultura estadounidense.
Hoy, veo con claridad que no hay misterio más profundo que el amor de Dios, que quiso encarnarse y entregar su vida por el hombre, criatura infiel que no se merecía la salvación. Ese Dios nació, murió y resucitó, y su nacimiento es el verdadero significado de la Navidad.
Es a este Niño Dios al que celebramos la fiesta cumbre de diciembre: el ser divino que se hizo pequeño por puro amor, por humildad. Ahí está, en el pesebre, comedero de las vacas, demostrándonos lo profundo que es amar. Pudo haber venido a este mundo en un trono de oro, con toda pomposidad, pero prefirió hacerlo en la pobreza para demostrarnos lo que en verdad importa.
Esta Navidad, recordemos la profundidad del amor de Cristo, que no viene a llenarnos la panza de Coca-Cola ni la casa de regalitos. Dios nos enseña que, amándole a Él e imitando cómo nos amó, podemos amar mejor al prójimo, a la familia, a los amigos. Él quiere conversión, porque desea y procura nuestra felicidad eterna, la beatitud celestial. Fijemos la mirada en el Niño Dios y adorémosle juntos: Él es el verdadero significado de la Navidad.
Docente universitario.