Fuente: https://ideastextuales.com



A través de este concepto examina cómo actos supuestamente virtuosos pueden convertirse en meros gestos vacíos cuando se desligan de la reflexión ética y el compromiso genuino. Su intención es explorar la tendencia contemporánea a trivializar el bien mediante el montaje de la bondad como un espectáculo público o su conversión en una herramienta de autoafirmación personal, donde el acto ético pierde su trascendencia al convertirse en un fin publicitario o narcisista, despojándolo de su valor intrínseco.

En un mundo marcado por la fugacidad y la levedad, los actos de bondad corren el riesgo de convertirse en meras anécdotas. Gestos que, despojados de contexto y profundidad, se disuelven en el flujo incesante de una cultura caracterizada por su inmaterialidad. Lo que se puede conectar con Zygmunt Bauman y su concepto de «sociedad líquida», que describe un presente donde las estructuras sólidas de otrora se derriten, dejando a los individuos flotando en un mar de incertidumbre y conexiones efímeras. Este panorama es el escenario perfecto para el concepto acuñado por Freire.

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La expresión propone que, así como los actos de maldad pueden nacer de la rutina y la desatención a las consecuencias de nuestras acciones, los actos de bondad también corren el riesgo de trivializarse en una cultura que privilegia la apariencia sobre la sustancia. En este contexto, hacer el bien no siempre emana de una profunda reflexión ética o de un compromiso sostenido, sino que puede convertirse en una acción superficial, dictada por la necesidad de encajar en las narrativas predominantes o por el afán de autoafirmación en redes sociales.

La levedad puede ser una virtud, un antídoto contra el peso opresivo de la realidad. Sin embargo, esta virtud se convierte en vicio cuando la sociedad entera adopta la superficialidad como norma. La cultura contemporánea celebra lo ligero, lo inmediato, lo viral. En este marco, las expresiones de bondad también adquieren un carácter efímero, destacándose no por su profundidad o impacto, sino por su capacidad de generar likes y comentarios.

Un ejemplo contemporáneo de esta tendencia es el auge de las «acciones solidarias» mediáticas. Iniciativas que, si bien tienen el potencial de generar cambios positivos, muchas veces se quedan en gestos simbólicos, sin abordar las estructuras profundas que perpetúan las injusticias. Así, el voluntariado fugaz, los retos virales de donaciones o los discursos sobre la bondad en contextos corporativos se convierten en «performances» que ilustran la banalidad del bien. Son actos despojados de sustancia, creados para ser consumidos rápidamente y olvidados con igual rapidez.

El extrañamiento y la alienación, otros conceptos explorados por Jorge Freire en su obra «Los extrañados», también son clave para comprender esta banalidad. En una sociedad donde las identidades son fragmentadas y los vínculos sociales se vuelven frágiles, los individuos buscan formas de pertenencia a través de actos de bondad que, en realidad, reflejan su propio desarraigo. Freire describe a personajes que, incapaces de encontrar un lugar en el mundo, terminan habitando una especie de «exilio interior». De manera similar, los actos de bondad en la modernidad líquida suelen ser intentos desesperados por construir significado en un mundo que constantemente lo diluye.

Aquello que alguna vez fue considerado un compromiso ético duradero se ha transformado en una serie de actos mínimos que responden a una estética de lo efímero. La banalidad del bien no implica necesariamente una falta de buenas intenciones, sino una desconexión entre el acto y su potencial transformador. Esta paradoja queda clara en el contraste entre la intención individual y los resultados colectivos. Mientras el sujeto contemporáneo se involucra en causas que lo hacen sentir momentáneamente bien consigo mismo, las estructuras sociales que generan desigualdad y sufrimiento permanecen intactas.

Bauman señala que la liquidez de la modernidad implica una profunda incapacidad para sostener compromisos. El bien, en este contexto, se convierte en algo que se hace «para salir del paso», en un gesto que tiene más que ver con la autoimagen del sujeto que con el impacto real de sus acciones. Esto no significa que los actos de bondad no sean valiosos, pero sí se exige repensar su significado y su lugar en el entramado social.

Reivindicar el bien como una fuerza transformadora requiere de un cambio cultural profundo. Este cambio pasa por recuperar una visión más ética y menos performativa de la bondad. Implica cuestionar las narrativas de la sociedad líquida y construir espacios donde los actos de bondad puedan arraigarse y florecer, trascendiendo su condición de meros gestos.

En última instancia, la banalidad del bien nos confronta con nuestra propia superficialidad y nos invita a imaginar un mundo donde la bondad no sea un acto aislado, sino una forma de vida. Consiste en construir espacios de sentido y pertenencia donde lo bueno pueda perdurar, más allá de las modas y los caprichos de la modernidad.

Por Mauricio Jaime Goio.