En los últimos años el acto de cocinar ha abandonado el ámbito privado. Superando el pudor que produce destacar lo que pareciera ser ramplón, ha adquirido un brillo especial, que se explica más que por su obvia importancia, en la sensatez de una sociedad que recién entiende su compleja trama. En el corazón de toda mesa bien servida hay algo más que ingredientes. La cocina es un laboratorio permanente donde la ciencia y la cultura se encuentran. Más aún, es un espacio donde la humanidad descubre y redescubre su esencia, utilizando recetas como relatos, platos como testigos del tiempo y técnicas que nos conectan con quienes fuimos, somos y seremos.
Fuente: Ideas textuales
Desde tiempos remotos, el acto de cocinar ha sido un puente entre la naturaleza y la cultura. Claude Lévi-Strauss, en su análisis de lo «crudo y lo cocido», identificaba la cocina como una práctica que no solo transforma los alimentos, sino que organiza el pensamiento humano y da forma a las estructuras simbólicas que nos definen como sociedad. Hoy, esa conexión persiste, aunque a menudo pase desapercibida en el trajín de las cocinas domésticas y los restaurantes.
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La cocina no es solo un laboratorio de reacciones químicas, físicas y biológicas, como apuntan Andrea Obaid y Alejandro Roth en Cocina Lab, sino también un laboratorio simbólico. Es un espacio donde los alimentos se convierten en lenguaje y las recetas se inscriben como relatos culturales. Cada plato es un texto que nos habla de una comunidad, de sus tradiciones y de las formas en que ha negociado su relación con el entorno.
En su análisis, Lévi-Strauss planteaba que el dominio del fuego y la capacidad de cocinar marcaban el paso decisivo hacia la humanidad. El fuego no solo transformaba los alimentos, sino que otorgaba significado. En este contexto, cocinar deja de ser una actividad puramente utilitaria para convertirse en un acto cultural. La carne asada en un fuego abierto representa lo salvaje domesticado, mientras que los procesos más elaborados, como el guiso o el pan horneado, denotan el refinamiento de la civilización.
El pan de pascua, un bizcocho denso y duradero, encarna esta evolución. Su conservación por meses no solo es un triunfo técnico, explicado por el uso del azúcar y la fruta confitada, sino también un testimonio cultural. Un alimento creado para resistir la escasez invernal y cargado de simbolismo navideño. Cada bocado es un diálogo con el pasado, un vestigio de cómo las sociedades han organizado su vida alrededor de las estaciones, los ritos y las necesidades de la comunidad.
La cocina es también un sistema de clasificación. Divide el mundo entre lo comestible y lo no comestible, entre lo doméstico y lo salvaje. En las tradiciones culinarias subantárticas de Chile, este sistema encuentra un ejemplo contemporáneo. Científicos y cocineros locales, al integrar ingredientes como algas y hongos en sus preparaciones, no solo transforman la materia prima, sino que reconfiguran los significados que los alimentos tienen para las comunidades. Estos esfuerzos revelan cómo la cocina puede servir como una narrativa biocultural, conectando los saberes ancestrales con las demandas ecológicas y turísticas del presente.
En su esencia, la cocina comparte un claro paralelismo con el método científico. Ambos son procesos ordenados que parten de la observación, la formulación de hipótesis y la experimentación. Sin embargo, la intuición juega un papel vital en esta práctica. Como señala Mariana Koppmann, «la cocina es un gran laboratorio donde la ciencia y la experiencia se encuentran». Pero en este laboratorio, los significados culturales están tan presentes como las reacciones químicas.
Cuando una persona ajusta el nivel de fuego para evitar que la carne pierda sus jugos o selecciona la temperatura ideal para infusionar un té, no solo responde a un conjunto de reglas científicas. Está obedeciendo a normas culturales, a hábitos heredados y a un sentido estético profundamente humano.
Más allá de la técnica, la cocina organiza la identidad. Cada receta es una marca de pertenencia. Al preparar un mole, un ceviche o una carbonada, el cocinero no solo alimenta a su familia, sino que reafirma su lugar en una comunidad. En palabras de Lévi-Strauss, la comida no solo se «come» sino que se «piensa». Por eso, la cocina no solo transforma alimentos, sino también estructuras sociales.
En un mundo donde los alimentos ultraprocesados parecen haber conquistado la dieta cotidiana, recuperar el acto de cocinar es más que un retorno a la técnica: es un regreso a lo simbólico. Cocinar conscientemente es resistir la lógica del consumo rápido y, al mismo tiempo, crear espacios para reflexionar sobre lo que comemos y lo que somos.
A fin de cuentas, debemos admitir que la cocina es un espacio donde la humanidad transforma la naturaleza en cultura. En cada receta se codifican tradiciones, se expresan valores y se redefine la relación con el entorno. Cocinar, en su complejidad, es mucho más que un mero acto cotidiano destinado a proveer de nutrientes. Es, sobre todo, un acto simbólico que nos recuerda que somos seres culturales. Y en esa transformación, el fuego sigue ardiendo, como metáfora de nuestra capacidad para dar sentido al mundo.
Por Mauricio Jaime Goio.
Fuente: Ideas textuales