La vida de Jorge Lanata contada por él mismo: «Yo no quise ser periodista para ver el mundo, sino para entrar en él»


Jorge Lanata se enteró de que había sido adoptado cuando tenía 55 años y sus padres ya habían muerto. Era un periodista consagrado cuando las certezas que tenía se convirtieron en dudas. Sus confesiones, sus visiones, su infancia, sus consejos periodísticos, sus intimidades y su trayectoria profesional. ¿Quién era Jorge Lanata para Jorge Lanata?

Jorge Ernesto Lanata nació en

Jorge Ernesto Lanata nació en Mar del Plata el 12 de septiembre de 1960. Cuando tenía tan solo unos pocos meses se mudó a Sarandí con sus padres. Luego supo la verdad de ese viaje

Fuente: infobae.com



Jorge Lanata decía que era periodista porque tenía preguntas. Decía que no había sido un funcionario político, un servidor religioso ni una personalidad crítica porque carecía de respuestas. Se posicionaba en la antítesis del periodismo militante, de aquellos que disponen de reparos y justificaciones prestos a ser aplicados. Explicaba que en su repertorio periodístico solo tenía preguntas por hacer.

Decía que era periodista porque había cosas que no sabía. “Preguntar es un modo de desobedecer, de cuestionar. Al objeto o al sujeto que está ahí se le pregunta: ¿sos lo que decís?, ¿sos lo que mostrás?, ¿qué sos? Preguntar es cuestionar y cuestionar es conocer”, firmó en el libro 56 -publicado en junio de 2017-, que escribió para homenajear sus cuarenta años dedicados al periodismo y para revelar pliegos de sus intimidades.

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La primera oración de su autobiografía de 410 páginas solapada en un catálogo de su obra es una confesión resumida en dos palabras: “Soy adoptado”. Lo supo cuando tenía cincuenta y cinco años, y acumulaba tres décadas abocadas al periodismo. El germen de su oficio quedó envuelto y atrapado en sus primeras memorias: la patria de la infancia. “Toda mi vida pensé que mi vínculo -¿mi necesidad?- con el periodismo tenía que ver con una enfermedad de mi madre, víctima de un tumor cerebral que lesionó su centro del habla: ella no podía hablar. Mamá no podía responder, yo preguntaba. Ahora sé que ella no era ella, o sí lo era pero de otro modo, y que mis preguntas intuían un secreto que busqué sin proponérmelo, casi toda mi vida. Si ‘ellos’ no eran ellos, yo ¿era yo? La pregunta es idiota”.

El 30 de marzo de 2012 la por entonces presidenta Cristina Kirchner celebró el 25 aniversario de Página/12 en el edificio del Espacio Memoria y Derechos Humanos ex ESMA con un discurso que duró 37 minutos y donde omitió el nombre de su fundador, Jorge Lanata. Del recuerdo de esa omisión, desprendió una seguridad: “Durante veinte años trataron de borrar mi nombre de Página/12, con la estalinista y oportuna ayuda del Estado: creo que no pudieron. Escuché, sobre mí mismo, las historias más increíbles; algunas me dieron rabia, otras, tristeza. Dijeron que nunca fui periodista, que es lo único que fui”, graficó. Para Lanata, Lanata solo fue un periodista.

Insistía que lo era porque tenía preguntas por hacer. Lo supo desde chico. Las preguntas simulaban la única forma de conversación que podía mantener con su madre. Se llamaba María Angélica Álvarez. Estaba casada con Ernesto Eduardo Jaime Lanata. Vivían en Sarandí. Fueron padres de un hijo único, Jorge, que había nacido en Mar del Plata, donde sospechosamente permanecieron un tiempo luego de simular un embarazo. La infancia que el hijo recuerda fue siempre “en la parte pobre de Avellaneda”, o como describió alguna vez: un barrio de trabajadores, una clase media baja “acostumbrada a laburar”.

"Mi mamá tuvo un tumor

«Mi mamá tuvo un tumor cerebral cuando era chico y en mi casa siempre me decían: ‘Vamos a festejar tu cumpleaños cuando tu mamá se cure’, y ella nunca se curó», contó Jorge sobre su infancia

Ella no trabajaba. Al menos él careció de recuerdos de ella trabajando. Tampoco la recordaba caminando o hablando. O, directamente, sana. Su padre terminó el secundario en un colegio nocturno mientras trabajaba de mecánico dental. Rindió libre la carrera de odontología: se recibió de dentista de adulto, cuando su hijo ya no vivía con él. Jorge se había ido de su casa para vivir con su tía Nélida y su abuela Doña Carmen en un hogar emplazado en General Chenault 117, lugar donde se crió. Fue su segunda adopción, un suceso que descubrió de grande. Resabios que mamó de su abuela, una mujer que no sabía leer ni escribir pero había aprendido a disimularlo. “Cuando yo pasaba un límite decía: ‘Dejalo, es chico, cuando sea grande va a entender’. Cuando somos grandes, entendemos”, narró.

Su vida se había partido en abril de 1968: un tumor cerebral y una posterior operación dejó a su madre con el lado derecho del cuerpo paralizado de por vida y una lesión eterna en el centro del habla. Dejó de formular palabras. Emitía sonidos. Solo podía balbucear. La comunicación oral se restringía al “sí” o “no”. Entendía lo que escuchaba. Nada más. Tenía ojos verdes que usaba para reírse, una mano izquierda por donde expresaba sus sentimientos y había edificado un lenguaje humorístico que le valía para sostenerse. “Yo aprendí de mi mamá que hay que sobreponerse a la dificultad, sea cual sea. Yo no tuve una mamá que mirara mi boletín del colegio o que me preparara el desayuno. Nunca fui a cenar con mi mamá afuera de la casa, ni nos fuimos de vacaciones a algún lugar, y sin embargo pude sentir su amor y darle el mío”, dijo sobre la persona más significativa que atravesó su vida.

“No sé si creo en el destino, a veces creo que soy un ángel y otras compruebo que soy un idiota -suscribió-. Pero si buscara un argumento para creer en el destino, me sobra este: a mis cuatro años mi madre tuvo un tumor cerebral que dejó paralizada la mitad derecha de su cuerpo, no podía formar palabras, aunque las comprendía, y vivió así toda mi vida. Pero no era mi madre, aunque fue mi destino”. Su madre biológica había sido otra. Una que nunca conoció.

Con el tiempo concibió una duda existencial sobre esa mujer que visitaba algunos días de la semana, con la que almorzaba o cenaba en silencio, que vivía postrada o en silla de ruedas y que había absorbido el tiempo de su figura paterna. Jorge tenía preguntas que nunca preguntó: “Pensé muchas veces: ¿por qué no se quiere morir? ¿por qué quiere vivir así? No se quería morir. Ella vivió con mi papá hasta que mi papá murió y luego vivió conmigo y con mi tía, su hermana”, relató.

Su primer trabajo fue a

Su primer trabajo fue a los catorce años en Radio Nacional. Su papá Ernesto debió ir a firmar el contrato dado que su hijo era menor

María Angélica murió en 2004. Ernesto había muerto mucho tiempo antes. Jorge odió a su papá: “Era un tipo cabrón, estaba mal de la cabeza”. Los conflictos eran frecuentes y álgidos: una tensión que los mantuvo en la cornisa de los golpes de puño. Dejó de discutir con él cuando ya no lo tenía. Aprendió a quererlo en el recuerdo. El tiempo contribuyó a la sanación de ese vínculo. Había dedicado su vida a ser más esposo que padre. Vivió con ella y sin su hijo el resto de su vida. Él no cuestionó nunca esa decisión: “Con la enfermedad de mi mamá, mi casa era una casa triste. Yo siempre respeté de mi papá que se quedara cuarenta años y que cuidara a mi vieja, que no la abandonara en un asilo”, dijo. Recordaba siempre una anécdota insignia: la vez -la única- que fueron a comer afuera. Fueron una noche a una pizzería en Sarandí, a una cuadra de la cancha de Arsenal. No hablaron mucho durante esa cena, ni durante esas vidas. Asumió haber vivido la época en la que los hijos no se hablaban con los padres.

Aceptó que su papá había hecho lo que pudo con él. Lo fue comprendiendo cada tarde en cada ausencia, hasta que el tiempo de vidas simultáneas se le terminó una noche en un hospital del Parque Centenario. “Yo no sé en qué museo se exhiben los padres normales. Mi familia no fue para nada normal, pero creo que en toda familia el amor y el odio están a flor de piel. Y entendemos a nuestros padres cuando ya se fueron. Es una lástima, y es injusto. Pero también es cierto que nunca nadie se va del todo: el doctor Lanata se murió hace más de treinta años y yo pienso en él casi todos los días. Películas de Gardel y olor a madreselvas. Feliz día, viejo”, celebró en una de sus editoriales por tevé.

La pizzería fue su única vez solos y juntos. No fueron al cine ni a ningún otro lado. Los cumpleaños no se festejaban. Las celebraciones debían esperar a que María Angélica se recuperara. No había espacio para la felicidad. Pero papá Ernesto estuvo disponible para aceptar la solicitud de un Jorge adolescente. Cuando su hijo tenía catorce años, se acercó a las oficinas de Alberto Suárez Castro, gerente de Radio Nacional, para firmar el contrato laboral de Jorge. “No recuerdo muchos detalles del asunto pero sí un detalle típico de la Argentina: la radio dependía de la Secretaría de Comunicaciones y no había vacantes en la planta; me contrataron como ‘violinista de la Orquesta Juvenil’, en la que había lugar, afectado al informativo”, describió.

Era un pibe ávido, intrépido, sediento. Su interés por los hechos noticiosos y las palabras escritas tienen cimientos en su primera infancia, en sus miserias afectivas y económicas. Escribió: “Cambiaba caños por libros usados para hablar de la pobreza sino para que se entienda cómo, desde ahí, se puede ver el mundo. Me formé con los restos de un naufragio: revistas viejas, libros insólitos, diarios de viaje, seguí la lógica de bibliotecas ajenas”.

En un comedor pequeño y oscuro de su segunda casa halló entre el polvo y el olvido tomos de la Enciclopedia Espasa-Calpe. Invirtió ahí toda su curiosidad y voracidad lectora. Uno de los tomos tenía la letra T. Se interesó particularmente por Tutankamón. Sus padres -el vacío de un reparo paterno- ocupaban sus pensamientos. “Una vez, no puedo saber la edad, dibujé en una hoja de cuaderno sobre la mesa del comedor dos tumbas. Una ruta que terminaba en dos tumbas. Mis padres, escribí, y rompí el papel. Ahora me pregunto si eran ellos, o los que no conocí nunca”, confesó.

La primera biblioteca que visitó en su vida pertenecía a su tío Dionisio: la había heredado de un escritor colombiano que pasó su exilio en Buenos Aires, José Antonio Osorio Lizarazo. Mientras su rutina daba vueltas en círculo entre Avellaneda y Sarandí, visitaba el mundo durante esas horas de lectura. No era su única vía de escape. En el fondo de la casa de su abuela, piezas desvencijadas que una década atrás habían albergado a inquilinos pasajeros se convirtieron en un museo de desperdicios: repuestos automotores, chatarras, ruinas, dos limoneros, un gallinero, infinidades de papeles para leer. Libros, diarios y revistas a merced. Vendía cañerías, pedazos de plomo, metales, botellas, placas de bronce cerca del arroyo Sarandí para comprar más libros en diagonal a la esquina de la fábrica de Duperial.

Ignoraba que estaba madurando su vocación. Su primera nota fue una tarea de colegio. Tenía diez años. “Tienen que traer para mañana una biografía breve de Conrado Nalé Roxlo”, indicó el docente a cargo. El personaje en cuestión era -describió Lanata- “un simpático poeta menor, de esos que en la escuela nos enseñaron a odiar bajo la obligación de ser leídos”. La bibliografía era escasa y ajena. No había forma de encontrar nada sobre este no solo poeta, sino también escritor, periodista, guionista, libretista, dramaturgo y humorista. No se resignó. Lo buscó en el lugar donde no podía ausentarse: la guía de teléfono.

-¿El señor Conrado Nalé Roxlo?

-Sí…

-Me llamo Jorge Ernesto Lanata y soy alumno del colegio San Martín de Avellaneda. La maestra nos pidió que averiguáramos algo sobre su vida y no lo encuentro en ningún lado, ¿usted me podría contar su vida?

-Sí, sí… cómo no. Puede poner que escribí el Martín Fierro… No, no, eso no lo pongas…

"La preocupación por las palabras

«La preocupación por las palabras a la hora de escribir no es estética, es funcional: una nota bien escrita se entiende», expresó en su libro «56»

Colmena fue la primera revista en la que vio su nombre impreso. Era una tirada estudiantil y mensual. Tenía doce o trece años. Precisó que entrevistó a René Favaloro y al embajador de Ecuador en el Instituto Antártico, que cubrió un rodaje de la película Rolando Rivas, taxista, y que indagó en la experiencia de un miembro de Alcohólicos Anónimos. “Aprendí rápido que nadie es dueño de lo que se publica: de algún modo, mis notas de Colmena llegaron a un periódico local: La Ciudad, de Avellaneda. Y empezaron a publicarlas”, contó. Por entonces, incorporó un talento inútil: leía los textos al revés casi de corrido. Solo le sacó provecho de esa singular destreza quien escribió un perfil en la Universidad del Salvador. Jorge Lanata no fue al título sino “el hombre que leía al revés”.

Empezó en Radio Nacional a escribir boletines informativos. Aprendió a escribir con dos dedos y sin mirar en una Olivetti Lexicon 80. Cuando no trabajaba, seguía escribiendo: escupía poemas, pensaba novelas inconclusas, inventaba radioteatros que nunca se publicaron, componía canciones, colaboraba en las revistas Siete Días y Antena. Produjo también un programa de folclore que lo expulsó del periodismo en los años oscuros. “El programa se llamaba Los caminos del folklore y era conducido por uno de Los Arroyeños, Chany Inchausti”, apuntó en el libro 56. Era 1976, año brutal para la historia argentina. El diálogo se cita textual.

-Lanata, hay un problema -me detuvo en un pasillo del tercero el gerente artístico de la radio.

-Sí.

-Usted pautó para el programa de esta semana un tema de Mercedes Sosa.

-Sí.

-Dice la palabra “pobre”.

-¿Perdón?

Dice la palabra “pobre”. Hay que levantarlo.

No pudo dimensionar el grado de estupidez de la censura. Durante la dictadura anestesió su pulsión periodística. Fue mozo de un bar hasta que la democracia volvió en forma de elecciones y él en forma de cronista. Hilvanó Radio Belgrano, productor de un programa de Eduardo Aliverti, jefe de redacción de la revista El Porteño e integrante de una cooperativa de periodistas independientes en tiempos de recomposición democrática hasta que el 26 de mayo de 1987 salió su primer hijo: Página/12. “Estaba en el tope de la carrera gráfica: no había heredado el diario de ninguna familia patricia y tenía que darle órdenes a una redacción que, en promedio, era mayor de edad que yo. Pero soy periodista y traté de seguir escribiendo en el diario como una especie de redactor especial”, remarcó.

Tuvo cinco parejas estables: Patricia

Tuvo cinco parejas estables: Patricia Orlando, Andrea Rodríguez, Silvina Chediek, Sara Stewart Brown y Elba Marcovecchi. Tuvo dos hijas: Bárbara y Lola

Definió que “la mejor manera de armar un diario es no haberlo hecho antes; no sólo todo es nuevo sino que puede volver a ser definido: ingenuo y original a veces van de la mano”. Tenía veintiséis años, “esa edad en la que uno cree que sabe y se anima a patear las puertas”. Había nacido como un diario de contrainformación que rompía con los cánones periodísticos establecidos: apeló a un lenguaje menos formal, más creativo. “La idea era revalorizar un periodismo más ‘literario’, más cuidado, en la convicción de que una nota debe estar bien escrita para que se entienda”, expresó.

En Hora 25 -programa de radio que se emitió en Rock & Pop de lunes a viernes en la última hora del día entre 1990 y 1993- se recibió de audaz entrevistador. Decía que nunca hay que escribir las preguntas antes de hacer una entrevista: “La mayoría de las veces los periodistas toman las entrevistas como la ratificación de opiniones propias; no les preocupa conocer al entrevistado sino tener razón sobre lo que piensan de él. El entrevistado, así visto, es una especie de tesis a demostrar, en la que no tiene ninguna posibilidad de salirse de la escena que fijó el periodista. Un diálogo es dinámico y sorprendente; si se escriben las preguntas es porque se imaginan las respuestas, ergo, no hay sorpresa alguna”.

“El reportaje -sostuvo- es un juego de seducción en el que debo propiciar que el entrevistado se equivoque: que cuente lo que no pensaba decir. Escribir de antemano las preguntas es, también, un modo de no escuchar las respuestas. Las palabras tienen música, componen una melodía. Los géneros literarios existen en las tiendas literarias”.

El éxito televisivo lo conoció en Día D. Renunció a Página/12 y volvió a la gráfica en el nuevo siglo con la revista Veintiuno, que al año siguiente se llamó Veintidós, que al año siguiente se llamó Veintitrés y así quedó hasta su pronta extinción. Data 54 fue una experiencia digital fugaz. Fundó Crítica con un magro presagio: lo presentaba como el “último diario de papel”. Su circulación duró dos años. Su estrella resurgió en la televisión. En 2012 desembarcó en el Grupo Clarín con la columna en la página 2 del diario, el programa Periodismo Para Todos en Canal 13 y Lanata sin Filtro en Radio Mitre. Su audiencia era masiva y su atril de premios, nutrido. Había pasado ya los cincuenta años. Estaba en el olimpo del periodismo argentino.

"Soy periodista porque no sé",

«Soy periodista porque no sé», sentenció Jorge Ernesto Lanta, ganador de innumerables premios, fundador de dos diarios, creador de un estilo

Decía que la mejor definición para la cabeza de una nota la escuchó por ahí: “Es lo primero que le contarías a un amigo al llegar de viaje”. Decía que para saber si una nota es buena “debemos preguntarnos qué recordamos de ella”. Decía con énfasis que no hay malas notas sino malos periodistas: “Shakespeare duerme en todos, debemos tener la sensibilidad de descubrirlo. El portero del edificio de casa oculta a Shakespeare: amó, huyó, soñó, desesperó. Se conoce desde el cerebro, se cuenta desde el estómago o el corazón”.

Tenía reparos en el avance de la tecnología. Su intuición lo llevó siempre a desafiar nuevos formatos: él se consideraba un profesional pero prefería jugar a divertirse. Sostenía que había reglas básicas del periodismo que soportarían el paso del tiempo: “Buscar la verdad que conmueva, inspire y permita agregar puntos de vista”. Usaba una metáfora para resguardar el principio primordial de las cosas: “Los niños juegan cada día con juguetes más sofisticados, pero una rama sigue siendo una espada”.

Aunque fundó dos diarios, aborrecía la burocracia institucional: odiaba las relaciones públicas y le daban fobia las reuniones de más de cuatro personas. Creía, paradójicamente, que los diarios no eran necesarios. Jorge Luis Borges, citó Lanata, decía que el periodismo estaba destinado a la desaparición: “Bastaría, en lugar de diarios, con un periódico bimensual, ya que todos los días no se producen hechos sensacionales. En la época grecolatina se leían libros y no se perdía el tiempo en tonterías”. En su libro casi autobiográfico, rescata un diálogo entre Borges y Ernesto Sábato, que también estaban de acuerdo con él -o él estaba de acuerdo con ellos-.

Borges: -Nadie piensa que deba recordarse lo que está escrito en un diario. Un diario, digo, se escribe para el olvido, deliberadamente para el olvido.

Sabato: -Sería mejor publicar un periódico cada año, o cada siglo. O cuando sucede algo verdaderamente importante: “El señor Cristóbal Colón acaba de descubrir América”. Título a ocho columnas.

Borges (sonriendo): -Sí… creo que sí.

Sabato: -¿Cómo puede haber hechos trascendentes cada día?

Borges: -Además, no se sabe de antemano cuáles son. La crucifixión de Cristo fue importante después, no cuando ocurrió. Por eso yo jamás he leído un diario, siguiendo el consejo de Emerson.

Jorge Lanata – Cómo se recuperó de su adicción a la cocaína

Engendró la idea durante años. Registró la marca “cada tanto” por si alguna vez conseguía darle forma y funcionalidad a esa visión de publicar un diario no diario. “El consumo diario de información es parte de una ficción del mercado que necesita la venta diaria de publicidad. ‘Cinco muertos en una ruta de Mendoza’ no le cambiará la vida a nadie sino a los cinco desdichados que ya no podrán leerlo”, reflexionó. Lo pensaba como un gesto de autenticidad con el lector: “Un diario ‘cada tanto’ sería uno que blanquee su pacto de lectura con el público: voy a contarte algo cuando sea verdaderamente importante hacerlo. Así, ese diario podría salir una vez al año o treinta, o una vez cada quinquenio”. Nunca lo hizo. Comprendió con pena que era un producto insostenible en términos financieros.

Alguna vez se preguntó cuál época había sido su época. No se sentía parte del nuevo periodismo y tenía resistencias para adaptarse a la era digital. Alcanzó la conclusión de que su época había sido la de la reconstrucción de la democracia. “Decíamos en Página que lo que nos diferenciaba de los demás diarios era que dejaríamos de salir después de un golpe”, sostuvo.

Guardaba respuestas para aquellos que lo acusaban de haber alterado sus inclinaciones políticas, su ideología, su cosmovisión. Apelaba a un relato de Bertolt Brecht, Historia del señor Keuner. El protagonista se cruza con un amigo que no ve hace treinta años y le dice “estás igual”. El hombre, deprimido, le rezonga: “¿Igual que hace treinta años? Una desgracia”. “Debo confesar que he cambiado -advirtió-. Sería horrible tener el rostro pálido del amigo del señor. La coherencia es, para parte de los argentinos, un valor estático a mantener. Que alguien no cambie, no aprenda, no se equivoque, no reformule, durante décadas, es una virtud”. Y recurría a una frase de Borges, otra vez. “El decurso del tiempo cambia los libros”, decía el escritor. “Imagínense, entonces, lo que hará el tiempo con las personas”, dijo el periodista.

Confesó haber consumido ocho gramos de cocaína por día durante diez años durante la década del noventa. En el segundo tratamiento de desintoxicación lo dejó. Pero con el cigarrillo nunca pudo. Decía ser “tímido e inseguro” y que aunque aprendió a sobreponerse, el retraimiento lo acompañó siempre. Decía que durante muchos años cada vez que veía una ventana con una luz encendida imaginaba que esa podía haber sido su casa. Escribió que nunca tuvo una habitación y que detestaba la alegría con horarios, la felicidad fingida e instantánea de los cumpleaños. Él que nunca tuvo uno. “Yo no quise ser periodista para ver el mundo sino para entrar en él”, dijo.

Estaba internado en la Fundación

Estaba internado en la Fundación Favaloro desde el martes 31 de octubre a causa de una neumonía. En la misma clínica había recibido en 2015 un trasplante renal cruzado, el primero en toda Latinoamérica

Hubo una pregunta que no quiso hacer nunca. Liliana, su prima, le contó que había escuchado de voz de su papá Emilio algo referido a una adopción. Hizo periodismo y fue a las fuentes: la única viva, su tía. Carmen Billy Lanata -le pusieron Billy por Billy the Kid y le decían la Negra- le develó la verdad: “Mamá había tenido un parto fallido de mellizos y, por amigos de Mar del Plata, tomaron contacto con una partera: mi madre era una chica rica del interior de la provincia, madre soltera. La Negra no recordaba el apellido, cree que mi fecha de nacimiento era la verdadera, mamá venía fingiendo un embarazo y pasó una temporada en Mar del Plata hasta que volvió conmigo. Me hizo jurar que nunca iba a contarlo. Y después me dijo que todos lo sabían”.

Él sospechaba que las manos de pianista de Bárbara, su hija mayor, no eran parecidas a las manos con las que se comunicaba su mamá Angélica. Había trabajado con la verdad durante cuarenta años y había vivido cincuenta y cinco años sumergido en una mentira. Muchas de sus respuestas se convirtieron en preguntas: “En mis últimas décadas de periodismo hemos tirado ministros, hemos llevado decenas de casos a la justicia, hemos investigado como muy pocos lo hicieron. Sin embargo, no sé sinceramente si en mi caso vale la pena buscar: la mayoría deben estar muertos. Tal vez, finalmente, sea yo quien viene de ningún lugar, o, para decirlo de otro modo, sea el camino que fui”.

“Soy adoptado, acabo de enterarme, desde entonces en mi cabeza no hay verdad para otra cosa. Evitar este dato echaría sombra sobre todos los demás. Esto soy ahora, nacido nuevo de preguntas”, escribió en las primeras líneas del libro que publicó a sus 56 años. Ocho años después, Jorge Lanata murió sin haber preguntado jamás quiénes fueron sus padres biológicos.

 


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