No se puede olvidar al monstruo que creó tanta maldad, al ser abominable, encarnación del diablo más horripilante de la historia, al ser despreciable y animal que la humanidad puso en medio de los hombres, Adolfo Hitler que mandó a la muerte a lo más valioso de la juventud europea de los años 30 y 40, ideó los campos de concentración e instaló los hornos crematorios para destruir las vidas humanas cual si fuesen hormigas desvalidas e insignificantes.
Cuando después de los 80 años de haber existido ese infierno, se repasan historia simplemente inverosímiles de espanto y brutalidad, cuesta creer que se trata de algo que ocurrió en verdad, no es invento alguno, es el relato de testigos oculares, de otras víctimas que veían descender de los trenes que uno tras otro llevaban la Policía de forma incesante, a hombres, mujeres y niños primero a las pocilgas que los nazis les dieron por camas en litera, si acaso no directamente a las cámaras de incineración, les obligaban a desnudarse completamente, cerraban las compuertas y desde tuberías allí instaladas soltaban cianuro que terminaba con la vida humana en contados minutos. Atrocidad extrema, eran mil, dos mil, tres mil muertos en cada una de las cargas humanas con que esa «máquina de la muerte» terminaba con la gente.
¡Dios santo!, cómo pudo ocurrir esa destrucción contra los judíos, contra los gitanos, contra los homosexuales, contra quienes se habían levantado en contra de la barbarie! ¡Esto fue el holocausto! Esto ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, esta fue la atrocidad mayor que nos muestra la historia. Solo en Auschwitz se exterminó a un millón de seres humanos. El mayor pecado de la Humanidad contra seres indefensos que no habían cometido otro delito que no nacer «alemanes, ni aceptar el nazismo como doctrina de vida».
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Los grandes diarios del mundo, estos días, nos han ofrecido espeluznantes narraciones de esa más que brutal matanza… que Hitler, el monstruo, llamó «la solución final».