La ética de los algoritmos


En consideración a la fuerza política que adquieren las empresas tecnológicas con el regreso de Donald Trump a la cumbre del poder, se vuelve inevitable plantear una discusión seria y definitiva sobre regulaciones en este campo. Dentro de este paquete tecnológico, no cabe duda de que la mayor preocupación recae en torno al tema de la Inteligencia Artificial (IA). Planeamos ceder el control de nuestras vidas a circuitos, cables y códigos de programación, que no han probado una verdadera aptitud para tomar decisiones que afecten la vida de millones de personas.

Fuente: Ideas Textuales.com



Si bien son muchas áreas en que podríamos considerar prescindible el auxilio de la IA, es en medicina dónde más cuaja el fomentar el carácter revolucionario con la que se le ha categorizado. Así es como en un laboratorio de Seattle, un grupo de científicos liderados por el bioquímico David Baker está creando proteínas que jamás existieron en la naturaleza. Con ayuda de inteligencia artificial (IA), diseñan moléculas que prometen revolucionar el tratamiento de enfermedades olvidadas, como el envenenamiento por mordeduras de serpiente, y abren puertas a terapias personalizadas contra el cáncer o pandemias futuras. Estas hazañas, que otrora parecían ciencia ficción, hoy plantean una pregunta crucial: ¿hasta qué punto somos capaces de manejar éticamente la herramienta más poderosa que hemos creado?

Herramientas como AlphaFold, desarrollada por DeepMind, permiten predecir la estructura de proteínas con una precisión inédita, resolviendo en minutos un problema que mantuvo en vilo a la ciencia por medio siglo. La clave, según John Jumper, uno de los creadores de AlphaFold, está en la capacidad de la IA para detectar patrones imposibles de identificar por la mente humana. Pero más allá del hallazgo técnico, la revolución real reside en cómo esta tecnología redefine los límites de lo posible.

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El laboratorio de Baker, por ejemplo, no solo predice estructuras de proteínas, sino que también las diseña a la medida. Durante la pandemia de COVID-19, lograron desarrollar SKYCovione, una vacuna que ya se utiliza en Reino Unido y Corea del Sur. Más recientemente, diseñaron una proteína capaz de neutralizar toxinas de serpientes mortales en regiones desatendidas de África, Asia y América Latina. ¿El resultado? Ratones expuestos a dosis letales de veneno sobrevivieron gracias a estos avances. “Estamos viviendo algo tan trascendental como lo fue la Revolución Industrial”, asegura Baker. Pero, como toda revolución, esta viene cargada de riesgos.

El optimismo que rodea a la IA en medicina choca con las advertencias de voces como la de Demis Hassabis, director de DeepMind, quien describe la tecnología como un “arma de doble filo”. La promesa de crear medicamentos más rápidos y accesibles contrasta con la realidad de que estas herramientas no siempre son accesibles a nivel global. AlphaFold3, por ejemplo, ya no ofrece un acceso totalmente abierto a la comunidad científica, restringiendo su uso a quienes puedan pagar por él.

La bioquímica Els Torreele, conocida por su trabajo en el desarrollo de medicamentos para enfermedades olvidadas, sostiene que el verdadero cuello de botella no está en diseñar moléculas prometedoras, sino en llevarlas al mercado. Los ensayos clínicos, que son fundamentales para garantizar la seguridad de un fármaco, siguen siendo prohibitivamente caros y lentos. Además, la concentración de recursos en grandes corporaciones tecnológicas puede perpetuar las desigualdades globales, dejando fuera a quienes más necesitan estas innovaciones.

Las implicaciones éticas de la IA en medicina van más allá del acceso. ¿Qué pasa si un algoritmo decide que ciertos tratamientos no son rentables? ¿Quién asegura que los datos utilizados para entrenar estos sistemas reflejan la diversidad genética y cultural del mundo? Estas preguntas aún no tienen respuesta, pero reflejan la urgencia de establecer normas claras que guíen el desarrollo y uso de estas herramientas.

En Seattle, mientras el equipo de Baker celebra cada avance, también enfrenta estas preocupaciones. El laboratorio, a diferencia de algunas corporaciones, mantiene un enfoque de código abierto, compartiendo sus descubrimientos con investigadores de todo el mundo. Sin embargo, incluso su visión de una ciencia más democrática enfrenta barreras económicas y políticas difíciles de superar.

En este momento histórico, la humanidad está ante un dilema: ¿podemos confiar en que la inteligencia artificial sea una herramienta para el bien común? Sus aplicaciones en medicina son, sin duda, esperanzadoras, pero también nos recuerdan que el progreso no es neutral. Depende de las decisiones humanas garantizar que esta tecnología beneficie a todos, no solo a unos pocos.

Mientras tanto, las proteínas diseñadas por IA comienzan a cumplir su promesa de salvar vidas. Pero el verdadero reto no es técnico, es moral. En este camino hacia el futuro, la ciencia y la ética deberán avanzar juntas, o corremos el riesgo de que el bisturí más preciso jamás creado se convierta en un arma que perpetúe las mismas desigualdades que prometía resolver.

En esta carrera, la humanidad no solo busca vencer enfermedades. Busca demostrar que, incluso en un mundo gobernado por algoritmos, seguimos siendo capaces de decidir qué es lo correcto.

Por Mauricio Jaime Goio.

Fuente: Ideas Textuales.com


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