Más sobre «el milagro económico» chileno


Vuelvo sobre el último artículo que escribí, acerca del milagro chileno en tiempos del gobierno de Pinochet, para precisar algunos puntos que, por las críticas recibidas, me parece que han llamado a confusión. En todo caso si algo que he dicho genera polémica, bienvenido. Hace mucha falta en este mundo el enfrentamiento de ideas, siempre en los términos aceptables de la corrección al expresarla. Sin descalificaciones personales, algo que vemos a diario, especialmente en los dictadores a los que se le han agotado los argumentos.

Contra lo que muchos creen, me parece que resulta totalmente valido poner en entredicho una verdad que mucha gente sigue repitiendo como un mantra. Chile fue visto por mucho tiempo como un ejemplo de desarrollo para todo el mundo. Es cierto que el país alcanzó un estándar que lo destacó sobre el resto del continente, lo que dio pie a este mito que (emulando la idea del milagro alemán de postguerra) era algo a replicar. Un milagro que normalmente se le atribuye a la obra del gobierno militar que controló Chile desde 1973 hasta 1990.



Hay un punto en este argumento que si reconozco, y que aparece destacado en el artículo anterior. Indudablemente el programa de los economistas formados en la escuela de Chicago entregó las herramientas que posibilitaron el desenvolvimiento de la iniciativa privada. Detrás de esto se ve el cerebro privilegiado de José Piñera, quien desarrollo el código minero y el del trabajo. A eso se unió el nuevo sistema de previsión social, con la formación de los fondos de pensiones, lo que inyectó los recursos necesarios para desarrollar los proyectos privados.

Pero, en estricto rigor, económicamente los resultados económicos -valga la redundancia- del gobierno de Pinochet fueron un fracaso. En la década de los ochenta el sistema quebró. Y fue el estado el que debió salir a rescatar a la banca, con préstamos que se pactaron a más de 30 años. Para el común de las personas fue un drama. Mucha gente perdió sus viviendas (urbanizaciones completas fueron rematadas), y la cesantía adquirió ribetes dramáticos. Al punto que el estado debió intervenir creando programas de trabajo, que fueron una forma encubierta de subsidio. Al trabajador se le pagaba por barrer plazas, hacer jardines o mover piedras. A muchos profesores, filósofos, arquitectos se les podía ver manejando con torpeza una pala en alguna plaza.

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Todo esto no lo hablo a partir de la lectura del artículo de un académico extranjero, que puede que apenas si conozca el país. Lo viví. Pasé el fin de mi niñez y mi adolescencia viviendo este gobierno militar. Sufrí en carne propia la angustia no sólo política, característica de los gobiernos de facto, sino la económica. Alguien comentó que era fácil escribir con el diario del lunes. Para mí fue una experiencia diaria, que ensombreció lo que debió ser la mejor etapa de mi vida.

El gran auge no sólo de la economía, sino de Chile como país, comenzó una vez que retornamos a la democracia. Los gobiernos de la Concertación (alianza opositora multipartidista generada para vencer a Pinochet en el plebiscito del 1989) significaron un despegue vertiginoso. Puede que se sostuvieran en una base generada en el gobierno militar, pero desarrollaron un camino propio merced a una gran cantidad de reformas que corrigieron todo lo malo que venía de aquella época. El valor agregado de esta nueva época radicó en la diversidad. A pesar de tratarse de partidos políticos bastante disímiles en su filosofía, tuvieron la grandeza de alcanzar acuerdos. Desde la Democracia Cristiana (principal opositor al gobierno de Salvador Allende) hasta el Partido Socialista (sostén del gobierno de la Unidad Popular que fuera derrocado por los militares).

Vivimos una época de extremos, en la cual la gente siente que no hay matices, todo parece ser blanco y negro. Si escribo un artículo criticando el legado de Pinochet, de ninguna manera significa que esté defendiendo el legado de Allende o de las repúblicas socialistas que han pululado últimamente por el continente. A mi juicio lo único que ha vuelto relevante a Salvador Allende como figura histórica fue su final. El suicidarse lo transformó (como ha sucedido con muchas figuras históricas) en un mito. Probablemente de haber continuado con vida sus mismos actos lo habrían transformado en un ser decepcionante.

Creo estar en pleno derecho en discutir los efectos que el neoliberalismo tuvo sobre Chile. Del gobierno de la Unidad Popular de Allende sólo podemos aventurar conjeturas, aunque a mi modo de ver su continuidad hubieses sido un desastre de proporciones. Que es algo que Chile debe asumir. El intento de instaurar el socialismo en Chile fue un intento de quebrar nuestra identidad cultural. Cuenta no afirmar que fue el fulminante del desastre que vino después.

Culturalmente la matriz del neoliberalismo es el cristianismo protestante fundamentalista. Se instauró un sistema de valores que no se concordaba con nuestra matriz católica. Eso es algo que los chilenos de mi generación no lo pensamos, lo vivimos. Se destruyó una forma de vida comunitaria, algo pueblerina e insular. No es de extrañar que parezcamos tan ajenos al resto de nuestros vecinos. Habló a título personal, y de algunos cercanos. Nos transformamos en algo que no nos agrada.

Cada uno cargara con sus traumas. Eso se lo dejamos a los terapeutas, que por estos días tienen mucho trabajo. Sólo quiero dejar en claro que en Chile no todo lo que brilla es oro. Y, a veces, visto de fuera, parece que en Chile todo es oro.

Por Mauricio Jaime Goio.


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