Desde que era niño todos los días del año transitaba por nuestra plaza principal, cuando todavía había monos saltarines y también perezosos lerdos (“pericos” les llamábamos) y petitas hediondas, en su frondosa arboleda. Mi abuelo Francisco, con sus amigos alemanes, ocupaba en las mañanas el banco que está frente a la catedral, donde conversaban, quién sabe qué cosas, hasta antes de las 12. Yo salía de clases del colegio Seminario y me iba caminando de vuela a casa de mi abuela Rogelia o donde mi tía Augusta y andábamos hasta la calle Arenales con mi compañero de curso Alcides Parejas. Por esa vereda estaba la célebre Pascana (de la que años después fui cliente asiduo) el hotel Austro-Plaza (antigua residencia de mi bisabuelo Nemesio), la casa de los Ortiz, la librería “Cinco Hermanos Parejas”, y la tienda de mis amigos Spitz, donde se comían unos riquísimos chorizos con mostaza. Personas mayores y juventud tenían, en la vieja Santa Cruz, un paso obligado por el lugar para ir a la catedral, a la prefectura, al correo, a la universidad, al club social o al cine Palace, por decir lo que recuerdo.
Esa plaza, que lleva el nombre de 24 de Septiembre desde el primer tercio del siglo pasado, se llamó, antes, Plaza de la Concordia, cuando hasta había corridas de toros (“jocheo”), que se prohibieron por grotescas y peligrosas. Fue el sitio frente a la que el “Colorao” Mercado asumió su efímera gobernación y proclamó a la Santa Cruz independiente, a medio año de que se fundara la República de Bolivia. Antes de eso, en ese lugar, desprolijo todavía, el brigadier Aguilera puso en una pica la cabeza de Warnes para amedrentar a la población; pero, con el tiempo, en el centro de la plaza, se elevó una bella estatua del héroe del Pari que perdura en el tiempo. Desde ahí proclamaba sus ideas federalistas el “igualitario” Andrés Ibáñez, lo que provocó la intervención del ejército de Daza, hasta fusilar al caudillo. Todos los hechos históricos se generaban en nuestra plaza, como hoy es en el Cristo. El lugar vio a don Melchor Pinto en sus valientes reclamos del 11% y también fue testigo del levantamiento popular encabezado por Falange y el MNR, del 19 de agosto de 1971, en repudio al gobierno socializante del general Torres.
Hechos extraordinarios sucedieron en ese centro por donde pasaron notables cruceños, cuando uno podía tomarse un cafecito caliente o un raspadillo, o lo más frecuente, donde todo el mundo se lustraba los zapatos, para leer los periódicos y enterarse de los chismes que contaban los lustreros. También transitaban por la plaza personajes de poca cordura, con los cables pelados, que eran motivo de burla por los muchachos jóvenes, siempre crueles con los minusválidos, por supina ignorancia. Había dos locos rabiosos a los que enfurecíamos nosotros. Uno era “Trinchi”. Desde detrás de los árboles le gritábamos: “¡Trinchi!”, y el pobre hombre, con bigotes al estilo de Atila, que llevaba honda en mano para repeler los insultos, nos lanzaba certeros bolazos, gritando lisuras; un bolazo, desgraciadamente, rebotó en la cabeza de un gringo transeúnte, al que lo tumbó sentado en plena plaza. Huimos. El otro, que ahora me apena tanto, era “Chupateta”, un esquizofrénico total. Al oír que alguien le gritaba “¡Chupateta!”, el hombre se abrazaba de uno de los horcones, el primero que encontraba, y se daba fuertes cabezazos, blasfemando. Esos sesos han debido sacudirse como dentro de una licuadora. Yo me impresionaba tanto que no quería participar de ese verdadero asedio. El otro chiflado, pero pacífico, era Demetrio, que iba a La Pascana y pedía, humildemente, “un quinto, si te sobra” y, con el dinero o sin él, se iba solitario hablando una serie de fantasías.
Ahora he visto una Plaza 24 de Septiembre muy bien decorada y realmente navideña, que debemos aplaudir. Pero lo que está sucediendo en el último año es inaceptable. Nuestro centro histórico, nuestra plaza de las cortejas, de los amores, de las chicas hermosas, se ha convertido en un mercadillo sucio. Ya no se expende el cafecito o los picolés, sino que se han instalado cientos de vendedores de comidas, ropas, celulares, calzados, que no saben que esa plaza es para disfrute y no para comercio. La Plaza 24 de Septiembre, además, tiene que soportar bailes y borracheras de fiestas departamentales, olores a frituras y encebolladas, que ni los propios cruceños hemos hecho nunca. Si el Municipio no puede poner orden en los mercados y si las veredas de Santa Cruz son un asco, donde reina el puchi y los orines, entonces tendríamos que resignarnos a que será imposible recuperar la belleza de antaño, que, en medio del atraso, amábamos. Que la turba se apodere de las veredas ya es algo insoportable, pero que nuestras plazas, todas nuestras plazas y parques, se conviertan en mercados y espacios para festejos es imperdonable. La Alcaldía, así como arregla la emblemática Plaza Mayor en Navidad, deberá resguardarla de la abusiva ocupación de los comerciantes y contrabandistas el resto del año. No hacerlo será un fracaso más y aquella sensación creciente de que los cruceños hemos perdido nuestra identidad.
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