El mundo que emergió tras la Segunda Guerra Mundial se estructuró en torno a una división dicotómica, pero clara de la realidad política e ideológica. Por un lado, los regímenes del socialismo real, con economías planificadas y libertades casi inexistentes; por el otro, el mundo libre, caracterizado por economías de mercado, democracia y prosperidad.
Esta realidad significó un retroceso absoluto para los países comunistas, un estado de cosas que culminó con la implosión de la Unión Soviética en 1989 y la adopción por parte de China de una economía de corte capitalista, aunque bajo un control político férreo. En ese contexto, Occidente parecía haber ganado tanto la batalla económica como la de la libertad y la democracia, consolidando la creencia en la tesis del fin de la historia, popularizada por Francis Fukuyama.
Transcurrido un cuarto del siglo XXI, la realidad ha demostrado que lejos de consolidarse como los vencedores de la historia, los países occidentales enfrentan una preocupante crisis de valores, marcada por la polarización extrema y el resurgimiento de radicalismos.
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Históricamente, las guerras han funcionado como mecanismos de regulación y purga de procesos sociales y hasta demográficos. Sin embargo, la relativa ausencia de conflictos a gran escala —con excepciones como el conflicto en Medio Oriente y la guerra en Ucrania— ha coincidido con una explosión tecnológica de acceso masivo que ha transformado las dinámicas sociales y políticas. Las redes sociales, por ejemplo, han amplificado las divisiones ideológicas, generando esferas de radicalización tanto en la izquierda como en la derecha.
Parece ser una constante que, cuando el ser humano tiene satisfechas adecuadamente sus necesidades más básicas, experimenta una atracción por el caos y el desorden. Esta tendencia se manifiesta hoy en el ámbito político con la expansión de corrientes radicales de ambos lados del espectro ideológico.
Estados Unidos ofrece un claro ejemplo de esta polarización. La ideología woke, con su cuestionamiento de conceptos tan fundamentales como el género biológico, ha generado una contra reacción de sectores conservadores. La promoción de herramientas como el lenguaje inclusivo y la priorización de la identidad sobre el mérito han alimentado un clima de tensión que, exacerbado por factores como la crisis migratoria mundial, ha dado paso a un resurgimiento de posiciones de derecha que buscan restaurar el equilibrio percibido como perdido.
Las corrientes de izquierda, tras el colapso de la Unión Soviética, han mutado hacia nuevas formas, como el “socialismo del siglo XXI” en América Latina y el wokismo en países como Estados Unidos, Reino Unido y Francia. Las consecuencias más visibles de esta tendencia han sido polémicas como el arrepentimiento de menores sometidos a irreversibles cirugías de cambio de género o el rechazo a la presentación francesa en las Olimpiadas de 2024, criticada por su enfoque ideológico.
La reacción conservadora ha tomado forma en figuras como Giorgia Meloni en Italia, Javier Milei en Argentina y sobre todo Donald Trump en Estados Unidos. Este resurgimiento se nutre no solo de la oposición a lo que perciben como excesos ideológicos de la izquierda, sino también del rechazo a la presión migratoria global, con flujos masivos de personas provenientes de crisis en Siria, Venezuela y Haití. Incluso en países tradicionalmente receptivos a la inmigración, como Chile, se han observado expresiones de hartazgo y actitudes cuasi xenofóbicas ante la llegada masiva de migrantes.
El mundo emergente en el que Trump, Elon Musk y otros líderes ultrapoderosos desarrollan sus ideas aislacionistas y proteccionistas es un mundo de creciente digitalización económica e inteligencia artificial en expansión explosiva. También es un mundo de profundas desigualdades, en el que el 1% más rico de la población controla el 43% de la riqueza total. Además, la hiperconectividad ha llevado a un individualismo digital y a una polarización política y cultural cada vez más extrema, donde convivimos con riesgos y oportunidades que demandan adaptación y resiliencia tanto a nivel individual como colectivo.
Para los regímenes del “socialismo del siglo XXI” en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, el futuro se presenta sombrío ante la previsible hostilidad de la administración Trump, quien ya ha declarado legalmente a los carteles de la droga como objetivos militares. El flamante secretario de Estado, Marco Rubio, hijo de exiliados cubanos y firme opositor a las dictaduras de la región, representa una amenaza tangible a la continuidad de estos gobiernos autoritarios y narco vinculados ya que ha manifestado abiertamente su compromiso con la causa de la libertad y la democracia en América Latina. Esas son buenas noticias.
Luis Eduardo Siles
Analista y Político